Como quien suelta globos llenos de helio, así Doña Rafaela dejó ir a sus recuerdos, uno a uno. Los observaba por la ventana, se hacían un punto en el cielo. No los perdía de vista hasta verlos desaparecer por completo, hasta ese instante en el que el ojo duda si ve o no ve.
Entonces, ella volvía a la
profundidad de sus objetos y tomaba otro recuerdo, como quien descubre una rata
disecada, las cartas de un novio de su adolescencia. Más allá, como mariposas tornasoles
crucificadas sobre un corcho, los ombligos secos de sus hijas. Se sorprendió
cómo trataba de atrapar su vida en cosas que pudiera tocar. Exámenes de orina
de su suegra que hacía años había muerto, el boleto de un viaje en tren por
Europa, el pañuelo de un hombre que tuvo la gentileza de consolarla al verla
llorar en la calle. ¿Qué pretendía con todo esto? ¿Cuál era la escena que se
fabricaba al conservar pequeños trofeos que daban cuenta de sus emociones?
Teresa le sacaba polvo a los
cofres, pulía las cerraduras de bronce. Sus hijas tenían instrucciones de no
abrirlos “por nada del mundo” -como si fueran cajas de Pandora que encierran a todos
los demonios- y ella, Doña Rafaela, parecía tener en esos baúles un oasis donde se
sentía a salvo. “Estoy mal pero he vivido”, parecía decirse orgullosa en
tiempos de desconsuelo, tocando sus cofres como quien acaricia a un felino
salvaje. No sabía si conservaba los cofres para sentirse bien o se apoyaba en
ellos para vivir en malestar.
Rafaela, esa que siempre fue tan dulce y amable,
tenía un refugio que se materializaba en sus recuerdos, que fue desintegrando
uno a uno. “Así pasó de ser una señora dócil, a veces engañosamente dócil, a ser una señora que veía al otro con una
mirada pura, coherente, como preguntándose: ¿Y cómo
haría yo para quererte si tú y yo nos quedáramos en una isla desierta? Algo así
comenzó a preguntarse doña Rafaela cuando dejó partir sus recuerdos y me mandó
a quemar sus cofres en una hoguera que
hicimos una noche en la azotea”.