viernes, 28 de marzo de 2014

Hoguera en la azotea

  
Como quien suelta globos llenos de helio, así Doña Rafaela dejó ir a sus recuerdos, uno a uno. Los observaba por la ventana, se hacían un punto en el cielo. No los perdía de vista hasta verlos desaparecer por completo, hasta ese instante en el que el ojo duda si ve o no ve.

Entonces, ella volvía a la profundidad de sus objetos y tomaba otro recuerdo, como quien descubre una rata disecada, las cartas de un novio de su adolescencia.  Más allá, como mariposas tornasoles crucificadas sobre un corcho, los ombligos secos de sus hijas. Se sorprendió cómo trataba de atrapar su vida en cosas que pudiera tocar. Exámenes de orina de su suegra que hacía años había muerto, el boleto de un viaje en tren por Europa, el pañuelo de un hombre que tuvo la gentileza de consolarla al verla llorar en la calle. ¿Qué pretendía con todo esto? ¿Cuál era la escena que se fabricaba al conservar pequeños trofeos que daban cuenta de sus emociones?

Teresa le sacaba polvo a los cofres, pulía las cerraduras de bronce. Sus hijas tenían instrucciones de no abrirlos “por nada del mundo” -como si fueran cajas de Pandora que encierran a todos los demonios- y ella, Doña Rafaela,  parecía tener en esos baúles un oasis donde se sentía a salvo. “Estoy mal pero he vivido”, parecía decirse orgullosa en tiempos de desconsuelo, tocando sus cofres como quien acaricia a un felino salvaje. No sabía si conservaba los cofres para sentirse bien o se apoyaba en ellos para vivir en malestar.

Rafaela, esa que siempre fue tan dulce y amable, tenía un refugio que se materializaba en sus recuerdos, que fue desintegrando uno a uno. “Así pasó de ser una señora dócil, a veces engañosamente dócil,  a ser una señora que veía al otro con una mirada pura, coherente, como preguntándose:   ¿Y cómo haría yo para quererte si tú y yo nos quedáramos en una isla desierta? Algo así comenzó a preguntarse doña Rafaela cuando dejó partir sus recuerdos y me mandó a quemar sus cofres  en una hoguera que hicimos una noche en la azotea”.

jueves, 20 de marzo de 2014

De vuelta a casa
























A Guadalupe se le había hecho costumbre perderse en los laberintos de la imaginación porque hacía mucho que no había fiesta en sus labios.  Sus pensamientos reposaban en ese paisaje donde todo es posible, así como un perro se sienta a descansar sobre su cola, después de haber dado varias vueltas tras de sí.  

Ella no tenía claro si se había mantenido así por miedo o por pereza, lo cierto es que así se sentía a salvo, de todo lo malo o lo bueno que le podía pasar. Siempre era la misma, se conocía bien, se sentía segura.

Por eso sus ojos miraron el rostro de Caramelo -ese chico que regresaba de su infancia en forma de hombre- como quien trata de descubrir un plan para la fuga. Pero sintió tan dulce el instante en el que estuvieron cerca el uno del otro, que no hubo espacio siquiera para dictar términos ni normas, como a ella le hubiera gustado.

Soltarse y dejarse llevar fue como si Alicia regresara del país de las maravillas y cayera de golpe en una realidad tan sencilla como el aliento de quien siempre había añorado. Tras recorrer un camino que la hizo renovarse, después de tanto artificio y pirotecnia, era como si volviera a casa, pero totalmente distinta. 

jueves, 13 de marzo de 2014

Amor carocolito de mar
























Las hijas de doña Rafaela dormían en dormitorios con baño privado, “tenía más de tres pares de zapatos cada una, muchos más”.  De las paredes de sus habitaciones colgaban paisajes de colores pasteles, donde al fondo se veían dos nenas diluyéndose entre los arbustos. Todos esto lo veía Guadalupe,  las veces que su mamá tuvo que llevarla al trabajo: “No vayas a tocar nada”, le decía Teresa mientras barría,  apuntándola con el dedo índice, tratando de detener su curiosidad.

Guadalupe se hacía fantasías con la vida de esas dos chicas. Las pensaba dulces, con días entretenidos, sin preocupaciones ni limitaciones a su curiosidad. Sin embargo, las hijas de doña Rafaela no tuvieron una infancia feliz, ellas no la recordaban así.  Vivieron años escapando de lo que más tarde podrían traducir con palabras, vivieron en casas llenas de comodidades pero sabían que toda estancia era breve, como la calma de quien se siente perseguido. Vivieron el sobresalto de escapadas súbitas, dejando platos servidos en la mesa de una casa que no verían nunca más.

Por eso ambas se fabricaban códigos que las unían como si ambos cuerpos fueran habitados por una sola alma.  (Así sobrevivieron a lo que sentían como un horror) Se miraban y una de ellas casi imperceptiblemente arrugaba la boca, y se retiraban sin decirse palabra entre ellas. Y es que las dos observaban las mismas cosas, de manera muy parecida. En una de las peores tormentas que vivieron de niñas, la abuela las llevó a la playa para distraerlas y mientras hacían un castillo de arena vieron a dos abrazarse frente al horizonte, se daban los besos más dulces que habían visto jamás. Él recogió un caracol de mar que rescató de la arena, y se lo dio a la chica en sus manos, como quien entrega una promesa.  

Pasaron los años y un día una hermana le dijo a la otra: ¿Sabes qué es lo que quiero justo ahora? ¿Qué?, le dijo la otra. “Yo quiero un amor caracolito de mar”, y ambas asintieron, reconociéndose en el mismo recuerdo que, tiempo más tarde, también compartirían con Guadalupe, la hija de la criada, que terminó siendo “la mejor amiga de mamá”.

jueves, 6 de marzo de 2014

Mucho más temprano



Ese reloj despertador siempre marcó de manera intermitente las 12:00. Esos números eran la única luz de la noche. Con la oscuridad parecían hacerse más grandes, como neón que titila al lado de la ventana.

Por esos días tenía el sueño frágil, era apenas un velo. Como la piel de la cebolla caía sobre mis ojos un descanso escurridizo. Por las calles nadie transitaba. Sentir pasar un auto era dibujarse una historia de emergencias, de enfermedades, de “tengo que ir, no me queda otra”.  Entonces, al sentir venir un carro, mis ojos se abrían por completo.

Ese día me incorporé, tenía que saber la hora. Busqué el celular, tanteando como un ciego que adivina el camino: las 3:00 am. Muy tarde para un trasnocho, muy temprano para madrugar. Muy tarde para un vino, muy temprano para un café. Me serví un vaso de agua y  me senté junto a la ventana, desobedeciendo las recomendaciones: “es mejor ni siquiera asomarse”.

Fue entonces cuando lo vi salir con sigilo. Antes de cerrar tras de sí la puerta, verificó que nadie lo registrara con la mirada. Yo retrocedí tras las persianas.  Mi insomnio hizo bocetos en el aire: hazañas de justicieros, vengadores y verdugos, todas breves pero consecutivas, como una gota que caía insistente en la cocina. “Pero él, seguramente, siente que hace lo correcto”, me dije, para ponerle un freno a la cascada de juicios que caía sobre mi cabeza despertándome por completo. 

Recapacité, y pensé con añoranza: “lógico sería pensar que se trata de un amante que va en busca de sus caricias o que se va satisfecho de ellas, pero esa sería señal de que todo está bien ”. Y ese no era el caso en esos tiempos en los que, una de las pocas certezas, era que los días comenzaban, casi todos, mucho más temprano.

jueves, 27 de febrero de 2014

Como si nada pasara






















Vivió por años pisando suelo firme, conociendo muy bien su terreno, satisfecho de certezas que daban garantía de sus días por venir. Sus frases favoritas eran aquellas que comenzaban con ideas explicativas de todo acontecer: “Lo aquí está pasando es…”, “lo que viene ahora es…”, y otras por el estilo. De no ser por sus títulos, condecoraciones y reconocimientos públicos, bien podríamos decir que se trataba de un vidente-chamán devenido a la urbe y sus disfraces.

Pero a su alrededor todo se fue transformando. Sus teorías se quedaron inmóviles como figuras de piedra, atrapadas por una madeja que crecía con el ímpetu de los vegetales, que parecen detener su movimiento sólo cuando alguien los observa.

Fue así como su piso se hizo una geografía de hielo en trozos. Todo amenazaba con un fluir hasta desembocar en río, uno que va en busca de su cauce- llevándose todo por delante, procurando su acomodo.

En medio de esta situación se repetía una y otra vez: “esto va a pasar y todo volverá a ser como antes porque esto se sale ya de toda lógica”. Y pasó, pero nunca retrocedió a lo que antes era. Terminó sumergido en el agua, su cuerpo tuvo que recorrer un tránsito desconocido dónde imposible era el cálculo de probabilidades y la proyección de trayectorias.

Él nunca estuvo preparado para dejarse llevar, no se atrevía a bailar a solas ni siquiera cantaba en la ducha. Lo habían enseñado a que todo tenía cierto orden y ahora estaba allí, transitaba esos días con un periódico bajo el brazo. Iba de su cama a una mesa. Pedía un café, diluía su tormenta en una breve rutina de la que se agarraba para cruzar la selva y sus peligros. Así vivía, cada instante, como si nada pasara. 

jueves, 20 de febrero de 2014

Dulce compañía























Doña Rafaela tenía extrañas costumbres, todas ellas íntimas, a veces inconfesables. Pero no inconfesables por transgresoras de órdenes y deberes, más bien por ser excesivamente originales, únicas, tanto así, que poco sentido le veía ella compartir sus pensamientos con otros. (Sólo en las conversaciones con Teresa, la “señora que me viene ayudar con la limpieza” comenzaron a emerger estas ideas y ella,  Doña Rafaela, las pudo ver entonces).

Un ejemplo de esto que trato de explicar es que Doña Rafaela tenía la manía de imaginar una cena espléndida. Sentaba en una mesa -que flotaba como un planeta sostenido en su rutina solitaria- a los comensales de su preferencia y los ponía a conversar. Los invitados raras veces se conocían, pero ella sonreía gustosa, de haberlos colocado alrededor de platos que ella misma preparaba para este encuentro imaginado hasta el último detalle.

Otro ejemplo -para dar una idea más amplia del personaje- es que coleccionaba palabras dichas “erróneamente”.  ¿Casada o soltera? “Cansada”, respondía ella haciendo un guiño, subrayando así la palabra “errada”.  Pues bien, de esa colección su pieza favorita era una que le había regalado un tío, quien le contó que -tras escuchar consecutivamente a su madre hacer rezar el Ángel de la Guarda durante toda su infancia, repetía: “Dulce Compañía, no me desampares ni de noche ni de día o sino me perdería, Amén.”

Rafaela, “hasta los 13 años busqué en panaderías, confiterías y abastos los dulces compañía. Pensaba que tal vez eran deliciosos, como una espuma que se deshace en la boca, algo sublime, como la voz de mamá haciéndome repetir la oración que me encomendaba a los ángeles”. 

viernes, 14 de febrero de 2014

Teresa y sus amores






















Teresa había amado al padre de su hija Guadalupe “con toda mi alma”, decía. Pero también había amado a otros tantos. No se podía esperar otra cosa de un corazón tan generoso.  

Uno de esos amores fue un joven que tejía pulseras de cuero en la playa y que tenía -desde mucho antes de que esto se pusiera de moda- la virtud de saber vivir exactamente el instante que transcurría. Sin duda, por eso mismo, tenía una mirada fresca, sin memorias y una sonrisa amplia, agradecida, por aquello que le estaba sucediendo en el momento, como si todo, en lo absoluto, le causara no sólo agrado sino también un poco de sorpresa.

Él fue quien le enseñó a Teresa a tejer el cabello de las turistas que llegaban a la playa, fue él quien le hizo ver que para que salieran las trenzas perfectas era mejor no mirarlas mientras se hacían: “sólo tócala con las yemas de tus dedos, y mantén tu mirada hacia adelante, que cuando te fijas mucho comienzas a equivocarte”.

Así, aparecían piezas de esta historia en la mesa de Doña Rafaela. Justo cuando invitaban a almorzar a la hija de Teresa, Guadalupe.

Lo que más me gustaba de tu madre era que cuando se sentía sola, hablaba de sus amores. “Lo hago para no ser malagradecida”, decía y arrugaba los ojos mientras sonreía, apoyada en la lavadora. “Mire, Doña Rafaela, lo que más me gustaba de ese muchacho de las pulseras era que -por todo- sentía miedo. Y en vez de paralizarse o esconderse, tenía la costumbre de huir hacia adelante, con una fortaleza tan grande que cruzaba umbrales que lo llevaban a nuevos mundos, otros mundos. Claro, y cuando esto sucedía, uno jamás lo volvía a ver, y así pasó”.

“Y suspiraba, y se miraba sus manos curtidas, pero así habrán sido sus amores que, con sólo recordarlos, se ponía bonita”, decía Doña Rafaela de Teresa,  esa mujer que cuando decidió partir, se convirtió no sólo en su maestra, sino también en su mejor amiga.