viernes, 20 de julio de 2012

En defensa del elefante


Me levantaba cuando mamá llegaba a casa. Era enfermera. Lo que en principio fue un valor agregado para sus tareas domésticas, se convirtió en el sustento de la casa cuando nos dimos cuenta que papá ya no regresaría más. Miraba el mar por la ventana y trataba de adivinar en qué barco se habría ido o en cuál llegaría. Me preguntaba por qué mi mamá no bajaba al puerto y preguntaba por él hasta encontrarlo. Pero esa pregunta nunca la hice, quedó en el aire, como el olor a salitre. Ella llegaba del turno de la noche, yo me levantaba. Ella hacía el desayuno y yo le dejaba la cama tibia y salía a jugar con Iván y Rodrigo, los vecinos. 

Iván -el más inteligente- inventó ir a una casa que ocupaba, ocasionalmente, el capitán de una empresa naviera. Nos asomábamos por las ventanas y veíamos colonias olvidadas (marca Old Spice), a veces se veía ropa, a veces jabones agrietados a medio usar, un plato con restos de comida. Objetos suspendidos en el tiempo, como si el habitante eventual acabara de largarse, al oírnos. 

La madera crujía con el viento del mar: ese que sube por los cerros, anunciando que el día apenas comienza. Un día Iván -que era el más decidido- subió la escalera de la puerta principal de esa casa, marcando el paso y gritando: “Salga de ahí, capitán, es la policía”. Y golpeó decididamente la puerta que se abrió apenas la tocó con sus nudillos. Nos miramos estupefactos, los corazones se detuvieron y luego se lanzaron en una carrera sin tregua: entramos. Llegamos al baño y nos pusimos lo que quedaba de la colonia Old Spice. Rodrigo se miró al espejo y se dio palmaditas en las mejillas, así como me imagino o como recuerdo que hacía mi papá, abriendo un poco la boca, como dibujando una “o”.

Recorrimos todas las habitaciones. Pero cuando tratamos de abrir el cuarto principal, nos encontramos con la puerta cerrada. Estaba con llave. Inmediatamente busqué el cerrojo y me encontré de frente con el ojo de un elefante, y aquello que pensábamos que era viento, era la respiración del animal, jadeante, moribundo, inmenso, vencido, del otro lado de la puerta. Temblé de pies a cabeza. ¿Cómo llegó ese animal allí? ¿Cómo lo metieron? Rodrigo me miró blanco, como un papel, yo me hice hacia atrás, trataba de buscar refugio en una certeza. ¿Qué es, guevón? Mira, le dije. ¿Es algo grande?, me preguntó, y yo asentí, retrocediendo. Bajamos la escalera de la casa a toda velocidad. ¿Qué hacemos?, le pregunté a Iván y él -que era el más grande- nos dijo que debíamos ser valientes, callarnos y volver al otro día. 

Esa noche se hizo más larga que cualquier otra. Miré al puerto y pensé que ese animal era parte de un contrabando, que seguramente subió el cerro por la noche tirado por algún fugitivo o un polizonte pagando favores a un capitán corrupto. Pensé en el animal, lejano de su selva, reducido a la habitación de un humano. ¿Y el humano? Pensé de un sobresalto. ¿Estará dentro ese capitán, ese polizonte, ese fugitivo? Está preso junto al animal, como un esclavo de sus ambiciones. ¿Qué dueño de qué circo habrá pedido semejante favor? Así se vino la claridad. Llegó la mamá con el pan, hizo con las migas bolitas, les echó mantequilla, y apuró el trago de un té para irse a la cama. Y yo, al mismo tiempo, me encontraba con Iván y Rodrigo que se habían hecho de un par de varas, tal vez las sacaron de un árbol de su patio. 

Si el elefante es real, dijo Iván, cuando le toque el ojo con este palito tiene que levantarse en dos patas y gritar del dolor. ¡No!, le dije parándolo en seco. Tenemos que ver cómo lo sacamos de allí y no andar comprobando nada.

1 comentario: