jueves, 6 de marzo de 2014

Mucho más temprano



Ese reloj despertador siempre marcó de manera intermitente las 12:00. Esos números eran la única luz de la noche. Con la oscuridad parecían hacerse más grandes, como neón que titila al lado de la ventana.

Por esos días tenía el sueño frágil, era apenas un velo. Como la piel de la cebolla caía sobre mis ojos un descanso escurridizo. Por las calles nadie transitaba. Sentir pasar un auto era dibujarse una historia de emergencias, de enfermedades, de “tengo que ir, no me queda otra”.  Entonces, al sentir venir un carro, mis ojos se abrían por completo.

Ese día me incorporé, tenía que saber la hora. Busqué el celular, tanteando como un ciego que adivina el camino: las 3:00 am. Muy tarde para un trasnocho, muy temprano para madrugar. Muy tarde para un vino, muy temprano para un café. Me serví un vaso de agua y  me senté junto a la ventana, desobedeciendo las recomendaciones: “es mejor ni siquiera asomarse”.

Fue entonces cuando lo vi salir con sigilo. Antes de cerrar tras de sí la puerta, verificó que nadie lo registrara con la mirada. Yo retrocedí tras las persianas.  Mi insomnio hizo bocetos en el aire: hazañas de justicieros, vengadores y verdugos, todas breves pero consecutivas, como una gota que caía insistente en la cocina. “Pero él, seguramente, siente que hace lo correcto”, me dije, para ponerle un freno a la cascada de juicios que caía sobre mi cabeza despertándome por completo. 

Recapacité, y pensé con añoranza: “lógico sería pensar que se trata de un amante que va en busca de sus caricias o que se va satisfecho de ellas, pero esa sería señal de que todo está bien ”. Y ese no era el caso en esos tiempos en los que, una de las pocas certezas, era que los días comenzaban, casi todos, mucho más temprano.

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