Conjuro para levantarse

Guadalupe se despertó temprano ese domingo. Abrió los ojos y se quedó así, como la había devuelto a este mundo su último sueño de esa noche.

No había planificado nada para ese día, “el peor de la semana”. La gente no se mueve allá afuera, todos buscan sus casas, el olor de sus hornallas, se hunden en sus camas y ella, con los ojos abiertos, quieta como si alguien la retratara, añoraba la sopa de Teresa, esa madre vernácula, de manos curtidas y dulces, como el ají de colores.

Entonces, tal y como le había enseñado esa Teresa que ya no estaba, Guadalupe tejió con sus palabras un conjuro para levantarse.

“Cama, tú que has sido jaula de tigres heridos. Tú que fuiste laberinto de ratones blancos que iban rápidos y sigilosos buscando una salida. Cama, tú que has sido barco en mis mares de incertidumbre, tú que me has llevado a lugares donde sólo la aventura, tú, cama mía, que me arropas, que has sido isla después de un naufragio, tú, la puerta al mundo de mis sueños, parque de mis mejores juegos, déjame salir de tu reino, para habitar como un héroe este domingo”.

Las palabras se levantaron primero, se ordenaron a toda velocidad, subieron más allá de las nubes, construyeron una escalera por donde Guadalupe se disponía a subir. Pero antes de pisar el primer escalón, ella hizo una reverencia ante ese altar que era su cama, y se dispuso a construir el domingo, como si alguien la esperara allá afuera.