jueves, 14 de junio de 2012

La casa de Ana Rosa


Con solo respirar sentíamos que penetrábamos en un reino donde la cama no se usaba sólo para dormir y la mesa no se usaba sólo para comer. Allí no había sueños sin amores, no había comida que no fuera divertida.

La sala, donde reposaban sillones rodeando una mesita ratona, tenía una pared que era -de extremo a extremo- un pizarrón. Y, como quien sirve un puñado de maní, aceitunas verdes y negras, cubitos de queso, ella servía a sus visitas tazones con tizas de colores.

Ofrecía el tazón y señalaba la pizarra como dando una orden cuando los visitantes se quedaban sin palabras, con la mirada perdida o también cuando les escuchaba la voz exaltada, la respiración intermitente, de tanto buscar maneras de sacar una emoción renuente, de esas que se alojan en el fondo del alma. 

Frente a la pizarra, una biblioteca desde el techo al piso. Allí miles de textos cuyo denominador común era su condición inédita (papeles desechados, extraviados, otrora escondidos). Hasta en la basura se le vio buscando poemas perdidos de algún estudiante inconforme, de una ama de casa insegura o de un ejecutivo en proceso de emancipación para nutrir su colección de no publicados. Ana Rosa era la sacerdotisa, ese su templo y esa biblioteca, su biblia.

Nota: La ilustración es una captura de pantalla de Google Map, el día que chequeaba cómo llegar a la casa de Ana Rosa.

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