jueves, 3 de octubre de 2013

Fórmula perfecta

Sus cuadernos hablaban de él más que sus palabras que, por cierto, eran escasas. Entre números, parábolas y raíces cuadradas emergía una estética que ella valoraba como estampado de alfombra: lleno de claves indescifrables para volar.

Usaba lápiz de grafito, mina blanda que casi se derretía cuando encontraba el valor de X. Él subía los hombros, mostraba sus dientes, cerraba los ojos y exclamaba: “¡Qué interesante!”. Eso para quienes quisieran percatarse de su breve hazaña. Y ella estaba allí, en primera fila, dispuesta a maravillarse mil veces de aquello que no entendía ni quería entender.

María de la Luz no fue capaz de pasar un solo examen de matemática sin copiarse. Y lo decía con orgullo, dejando en claro que, de los dos, ella era la que más terreno había cedido en esta transformación propia de humanos que deciden dejarse tocar -sin condiciones- por el amor.

Cualquiera hubiera firmado con sangre: “ella fue la que más”.  Pero un día Eduardo salió de la casa, junto a su hermana y su madre. Iban con la premura de quien resuelve una diligencia en el centro. Estaban invitados a la mesa de los padres de María de la Luz, ambos dispuestos a examinar al hombre que había logrado que su hija reconociera que “la matemática tenía sus cosas lindas”.

Los invitados se sentaron y vieron con horror cómo se aproximaba la madre de María de la Luz con una fuente llena de sopa. La madre y la hermana tragaron grueso, y le dieron la palabra a Eduardo, el más interesado en esa cena y el que más asco había profesado a la sopa desde niño. “Qué rico, sopita”, dijo él, como quien encuentra la fórmula perfecta para resolver un problema. Los comensales sonrieron cómplices y equilibrados, todos supieron al unísono que eso era para siempre. 

1 comentario: