Teresa había amado al padre de su hija Guadalupe “con toda mi alma”, decía. Pero también había amado a otros tantos. No se podía esperar otra cosa de un corazón tan generoso.
Uno de esos amores fue un joven
que tejía pulseras de cuero en la playa y que tenía -desde mucho antes de que
esto se pusiera de moda- la virtud de saber vivir exactamente el instante que
transcurría. Sin duda, por eso mismo, tenía una mirada fresca, sin memorias y
una sonrisa amplia, agradecida, por aquello que le estaba sucediendo en el
momento, como si todo, en lo absoluto, le causara no sólo agrado sino también
un poco de sorpresa.
Él fue quien le enseñó a Teresa a
tejer el cabello de las turistas que llegaban a la playa, fue él quien le hizo
ver que para que salieran las trenzas perfectas era mejor no mirarlas mientras se
hacían: “sólo tócala con las yemas de tus dedos, y mantén tu mirada hacia
adelante, que cuando te fijas mucho comienzas a equivocarte”.
Así, aparecían piezas de esta historia en la mesa de Doña Rafaela. Justo cuando invitaban a almorzar a la hija de
Teresa, Guadalupe.
Lo que más me gustaba de tu madre
era que cuando se sentía sola, hablaba de sus amores. “Lo hago para no ser
malagradecida”, decía y arrugaba los ojos mientras sonreía, apoyada en la
lavadora. “Mire, Doña Rafaela, lo que más me gustaba de ese muchacho de las
pulseras era que -por todo- sentía miedo. Y en vez de paralizarse o esconderse, tenía la costumbre de huir hacia adelante, con una fortaleza tan grande que cruzaba
umbrales que lo llevaban a nuevos mundos, otros mundos. Claro, y cuando esto
sucedía, uno jamás lo volvía a ver, y así pasó”.
“Y suspiraba, y se miraba sus
manos curtidas, pero así habrán sido sus amores que, con sólo recordarlos, se
ponía bonita”, decía Doña Rafaela de Teresa,
esa mujer que cuando decidió partir, se convirtió no sólo en su maestra, sino también en su mejor amiga.
¡Pero qué belleza de texto!
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