viernes, 14 de febrero de 2014

Teresa y sus amores






















Teresa había amado al padre de su hija Guadalupe “con toda mi alma”, decía. Pero también había amado a otros tantos. No se podía esperar otra cosa de un corazón tan generoso.  

Uno de esos amores fue un joven que tejía pulseras de cuero en la playa y que tenía -desde mucho antes de que esto se pusiera de moda- la virtud de saber vivir exactamente el instante que transcurría. Sin duda, por eso mismo, tenía una mirada fresca, sin memorias y una sonrisa amplia, agradecida, por aquello que le estaba sucediendo en el momento, como si todo, en lo absoluto, le causara no sólo agrado sino también un poco de sorpresa.

Él fue quien le enseñó a Teresa a tejer el cabello de las turistas que llegaban a la playa, fue él quien le hizo ver que para que salieran las trenzas perfectas era mejor no mirarlas mientras se hacían: “sólo tócala con las yemas de tus dedos, y mantén tu mirada hacia adelante, que cuando te fijas mucho comienzas a equivocarte”.

Así, aparecían piezas de esta historia en la mesa de Doña Rafaela. Justo cuando invitaban a almorzar a la hija de Teresa, Guadalupe.

Lo que más me gustaba de tu madre era que cuando se sentía sola, hablaba de sus amores. “Lo hago para no ser malagradecida”, decía y arrugaba los ojos mientras sonreía, apoyada en la lavadora. “Mire, Doña Rafaela, lo que más me gustaba de ese muchacho de las pulseras era que -por todo- sentía miedo. Y en vez de paralizarse o esconderse, tenía la costumbre de huir hacia adelante, con una fortaleza tan grande que cruzaba umbrales que lo llevaban a nuevos mundos, otros mundos. Claro, y cuando esto sucedía, uno jamás lo volvía a ver, y así pasó”.

“Y suspiraba, y se miraba sus manos curtidas, pero así habrán sido sus amores que, con sólo recordarlos, se ponía bonita”, decía Doña Rafaela de Teresa,  esa mujer que cuando decidió partir, se convirtió no sólo en su maestra, sino también en su mejor amiga.

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