jueves, 20 de febrero de 2014

Dulce compañía























Doña Rafaela tenía extrañas costumbres, todas ellas íntimas, a veces inconfesables. Pero no inconfesables por transgresoras de órdenes y deberes, más bien por ser excesivamente originales, únicas, tanto así, que poco sentido le veía ella compartir sus pensamientos con otros. (Sólo en las conversaciones con Teresa, la “señora que me viene ayudar con la limpieza” comenzaron a emerger estas ideas y ella,  Doña Rafaela, las pudo ver entonces).

Un ejemplo de esto que trato de explicar es que Doña Rafaela tenía la manía de imaginar una cena espléndida. Sentaba en una mesa -que flotaba como un planeta sostenido en su rutina solitaria- a los comensales de su preferencia y los ponía a conversar. Los invitados raras veces se conocían, pero ella sonreía gustosa, de haberlos colocado alrededor de platos que ella misma preparaba para este encuentro imaginado hasta el último detalle.

Otro ejemplo -para dar una idea más amplia del personaje- es que coleccionaba palabras dichas “erróneamente”.  ¿Casada o soltera? “Cansada”, respondía ella haciendo un guiño, subrayando así la palabra “errada”.  Pues bien, de esa colección su pieza favorita era una que le había regalado un tío, quien le contó que -tras escuchar consecutivamente a su madre hacer rezar el Ángel de la Guarda durante toda su infancia, repetía: “Dulce Compañía, no me desampares ni de noche ni de día o sino me perdería, Amén.”

Rafaela, “hasta los 13 años busqué en panaderías, confiterías y abastos los dulces compañía. Pensaba que tal vez eran deliciosos, como una espuma que se deshace en la boca, algo sublime, como la voz de mamá haciéndome repetir la oración que me encomendaba a los ángeles”. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario