Doña Rafaela tenía extrañas costumbres, todas ellas íntimas, a veces inconfesables. Pero no inconfesables por transgresoras de órdenes y deberes, más bien por ser excesivamente originales, únicas, tanto así, que poco sentido le veía ella compartir sus pensamientos con otros. (Sólo en las conversaciones con Teresa, la “señora que me viene ayudar con la limpieza” comenzaron a emerger estas ideas y ella, Doña Rafaela, las pudo ver entonces).
Un ejemplo de esto que trato de
explicar es que Doña Rafaela tenía la manía de imaginar una cena espléndida.
Sentaba en una mesa -que flotaba como un planeta sostenido en su rutina
solitaria- a los comensales de su preferencia y los ponía a conversar. Los invitados
raras veces se conocían, pero ella sonreía gustosa, de haberlos colocado
alrededor de platos que ella misma preparaba para este encuentro imaginado
hasta el último detalle.
Otro ejemplo -para dar una idea
más amplia del personaje- es que coleccionaba palabras dichas “erróneamente”. ¿Casada o soltera? “Cansada”, respondía ella
haciendo un guiño, subrayando así la palabra “errada”. Pues bien, de esa colección su pieza favorita
era una que le había regalado un tío, quien le contó que -tras escuchar
consecutivamente a su madre hacer rezar el Ángel de la Guarda durante toda su
infancia, repetía: “Dulce Compañía, no me desampares ni de noche ni de día o
sino me perdería, Amén.”
Rafaela, “hasta los 13 años
busqué en panaderías, confiterías y abastos los dulces compañía. Pensaba que
tal vez eran deliciosos, como una espuma que se deshace en la boca, algo
sublime, como la voz de mamá haciéndome repetir la oración que me encomendaba a
los ángeles”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario