
Usaba lápiz de grafito, mina blanda que casi se derretía cuando encontraba el valor de X. Él subía los hombros, mostraba sus dientes, cerraba los ojos y exclamaba: “¡Qué interesante!”. Eso para quienes quisieran percatarse de su breve hazaña. Y ella estaba allí, en primera fila, dispuesta a maravillarse mil veces de aquello que no entendía ni quería entender.
María de la Luz no fue capaz de pasar un solo examen de matemática sin copiarse. Y lo decía con orgullo, dejando en claro que, de los dos, ella era la que más terreno había cedido en esta transformación propia de humanos que deciden dejarse tocar -sin condiciones- por el amor.
Cualquiera hubiera firmado con sangre: “ella fue la que más”. Pero un día Eduardo salió de la casa, junto a su hermana y su madre. Iban con la premura de quien resuelve una diligencia en el centro. Estaban invitados a la mesa de los padres de María de la Luz, ambos dispuestos a examinar al hombre que había logrado que su hija reconociera que “la matemática tenía sus cosas lindas”.
Los invitados se sentaron y vieron con horror cómo se aproximaba la madre de María de la Luz con una fuente llena de sopa. La madre y la hermana tragaron grueso, y le dieron la palabra a Eduardo, el más interesado en esa cena y el que más asco había profesado a la sopa desde niño. “Qué rico, sopita”, dijo él, como quien encuentra la fórmula perfecta para resolver un problema. Los comensales sonrieron cómplices y equilibrados, todos supieron al unísono que eso era para siempre.
hermoso
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