jueves, 26 de septiembre de 2013

Un camino apetitoso


“¿Te acuerdas donde vendían esos dulces de hojaldre? Bueno, frente a esa esquina, te encontrarás con una pizzería a tu derecha, sigues dos calles y donde está el carrito que vende jugo de frutas, cuentas dos edificios, el tercero - de un color amarillo azafrán-  es el mío. Toca el 3A. Te espero”.

Guadalupe escuchó atenta la voz que le hablaba al teléfono. Quien estaba del otro lado era Caramelo, un chico que había conocido en la playa cuando era niña. En esa misma playa donde la mamá de Guadalupe, la sabia Teresa, se ganaba la vida haciendo trenzas a lugareños y turistas.

Le apodaban Caramelo porque era un muchacho dulce, así de simple. Se había criado a la orilla del mar junto a Guadalupe y otros tantos que coincidían en esa orilla como perlas de un mismo collar. ¿El denominador común de esas perlas? Quizás que todos tenían “navíos que se perdían en el horizonte grabados en sus pupilas” y, también, que todos poseían una piel con propiedades tales que se volvían suaves y doradas con apenas unos rayos del sol, ya fueran de ocasos o amaneceres.

Ella sabía que él se había transformado un poco. Algún tropiezo tuvo que cambió su emoción y dejaron de llamarlo Caramelo para pasar a apodarlo El Tuna, una fruta exótica que nace entre las espinas, que deja heridas a quien la toca, pero  sigue siendo dulce y suave la carne que lleva en su centro.

Guadalupe sintió un poco de recelo, dudó. Tal vez no debía acudir en esa dirección que le indicaban. “De todas maneras, el camino luce apetitoso”, se dijo, cruzándose la cartera antes de salir a la calle.

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