viernes, 7 de febrero de 2014

Temblores con maestría





Sólo tenía en su haber el día por comenzar y un celular al que se llegaban mensajes cortos: “ok”, “sí”, “seguro”, “ok, gracias”, “copiado”.

Hace varias lunas que sentía que se le movía el piso, que allí donde encontraba un lugar, emergía un temblor que -por más que insistiera- hacía que su paso se tambaleara, haciéndola dudar del siguiente pensamiento -perdón quise decir “el siguiente movimiento”-, no tenía claro si fijarse en el destino final o en la trayectoria de su pie. Evitaba caer, claro está.  Sonreía, eso sí, para no dejar de llevar con temblor la maestría –perdón quise decir, “no dejar de llevar con maestría el temblor”.

Y cuando a esta mujer se le hizo rutina el devenir telúrico, cuando vio aparecer belleza y gozo en el punto de luz de las luciérnagas en la noche, se le vinieron caminos de subidas y bajadas tan bruscas y pronunciadas las unas y las otras, que no le quedó opción que permitirse andar un poco despeinada, porque el orden y el control nada tenía que ver con sus días.

Reconoció públicamente que “no hay cómo la brisa que te atraviesa el cuerpo cuando vas por caminos que no conoces. La frescura te sorprende, dando cuenta de que somos tránsito”.

Poco era lo que podía hacer. O -me confesó- lo otro que “puedo hacer es rendirme ante las circunstancias y en vez de hacer algo con ellas, puedo dejar que ellas pasen por mí, como el agua que va por un cauce”.  

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