Me despertó su celular. Se había llevado todo pero dejó un celular. Uno viejo, inactivo. Lo puse a cargar, tal vez para saber si lo podía usar, quizás porque esos aparatos suelen tener información de su dueño, a partir de la cual uno puede descifrar, por lo menos una parte, de su historia. Lo puse a cargar a ver si volvía a la vida, el celular, digo. Y volvió. A las 3:00 am, hora de Caracas, comenzó a sonar histéricamente, era una alarma que buscaba despertarlo a él, pero a otro él, a uno de otro lugar y otro tiempo. Intentaba levantarlo a las 6:30 am de otro país, uno de esos en los que habitaba esporádicamente.
Me incorporé, no iba a detenerse
solo. Apreté la opción desactivar y verifiqué el sueño de las niñas. Me metí
al baño, igual tenía ganas de hacer pipí. Los dedos de mis pies estaban en
puntas, no quise encender la luz, era mucho estímulo para una hora en la que
somos vulnerables, apenas nacidos de las pelusas de los sueños.
Iluminada por la luz del celular, escuché encenderse
la ducha en otro apartamento y con el correr del agua comencé a sentir un
llanto, desconsolado. “Alguien está llorando”, me dije y "está solo".
Mis "buenos días" nunca volvieron a ser iguales. Detrás de esa frase hecha y a veces vacía que se dicen los vecinos al pasar, estaba mi auténtico deseo de que la jornada -que apenas comenzaba- apagara la intensidad de un llanto que no sabía ni sé de qué piso venía. Y en vez de preguntarme qué
hace, cómo se gana la vida, con quién vive, me decía: “Tal vez ella o él tiene
motivos para llorar solo de madrugada y se merece el mejor día posible.”
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