Totalmente fuera de su centro,
Mariela finalizó un día de furia buscando el canasto de lanas que debía estar
por alguna parte. Gritaba, sollozaba,
golpeaba puertas. No daba con esos ovillos de estambre, esferas de colores
vivos y suaves, que compraba algunos sábados en la tarde, acariciando la idea
de recrear un momento que llevaba en la memoria desde niña.
Pero las bolsas con las lanas
llegaban sistemáticamente al fondo de un closet, en un rincón escurridizo, dejándose
cubrir por el polvo de la rutina. Como quien encierra un sueño que se quiere
pero no se puede, así quedaban los ovillos, porque el tiempo, porque no se sabe
cuándo, porque -en definitiva- el placer en sí mismo era comprarlos, como quien
adquiere una ilusión para nunca consumarla, dejándola allí solo para ocupar un espacio.
Y es que Mariela, desde la
estatura de sus cinco años, veía a su abuela, y a sus tías abuelas, tejer. Las
manos, esas mismas que maceraban frutas en especias para conservar mermeladas,
las mismas que tenían la virtud de tranquilizar a los críos, las mismas, esas, sabían darle el camino justo a los hilos hasta
convertirlos en una flor que -unida a otras tantas- hacían una cobija.
Mariela no sólo deseaba repetir la
hechura de esa cobija para su contemplación, como si ese objeto fuera el
símbolo de una herencia, de esas intangibles. Mariela deseaba profundamente
repetir la conversación que tenían esas mujeres mientras tejían. No recordaba de
qué hablaban, pero sospechaba -por el tono y la cadencia- que en ese instante
emergían datos importantes que sólo podían hablarse al calor de esa actividad
que ella deseaba recuperar, y así volver a su centro, después de un día de
furia.
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