jueves, 2 de enero de 2014

Cosas de guardar





















Violeta se había reservado algunos placeres “para después”. Según la tía Matilde, “no era cosa mala ni buena” o más bien “a veces era mala y, a veces, buena”. Por ejemplo, Violeta guardaba con recelo el turrón que le regalaban en navidad, y lo atesoraba en un escondite de la nevera distribuyendo -semana a semana- un pedacito de esa delicia de almendras, hasta bien entrada la cuaresma.

También era de aquellas que dejaba a los muñecos de peluche en una bolsa plástica, opacándole la mirada a miles de juegos que se prohibió durante su infancia, pero -hay que decir- en su adolescencia apoyaba a osos, conejos y sapos en la almohada -tras tender su cama- y aquello parecía una estampa de revista de decoraciones digna de contemplar.

Ella, Violeta, nada tenía que ver con su prima Amelia, que bañaba a sus muñecos en los charcos que dejaba la lluvia, convirtiéndoles en héroes de extremas aventuras.

Violeta era todo control. Amelia pensó alguna vez que Violeta se perdía el corazón de las frutas, el sol del verano, el amor que se desata como un río represado. Y algo de cierto había en sus apreciaciones, hasta que vio cómo le quitaba el empaque a una colección de discos de ópera: “Este es un placer que me tenía reservado para cuando cumpliera cincuenta”, le dijo a Amelia, guiñándole un ojo.  

La historia de Aida, Madame Butterfly, El Barbero de Sevilla, Carmen. Todas las llevaba consigo. Se hacía de hermosos vestidos, se colocaba los collares que -con tanto recelo- custodiaba en sus cofres, era generosa con sus perfumes que estaban en perfecta formación frente al espejo.  Tomaba una cartera de mano, y se iba al teatro a llorar, desenfrenadamente, mientras escuchaba a Cecilia Bartoli en su interpretación de Lascia chio pianga. “Hay cosas, prima, que son de guardar”, se decía, y Amelia asentía celebrando haber entendido sus maneras.

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