Una noche de invierno salió mi abuela con un nieto a cada lado. No recuerdo con precisión qué destino le urgía. A mi hermano lo llevaba de la mano y a mí, de tanto en tanto, me daba una palmadita en la espalda como diciéndome, “estoy aquí, dele no más, siga caminando”. Y es que ese día íbamos con la premura propia de quienes tienen frío pero no sabíamos a dónde, por lo menos yo no lo recuerdo.
Metros antes de llegar a la
esquina, vimos a tres chiquillas dejando con delicadeza un bulto en el suelo. Parecía
un bollito de tela que contenía algo evidentemente vivo, que merecía cierto
cuidado. Tras dejarlo, pasaron por nuestro lado con paso apurado, caras largas,
manos en puño.
Mi abuela les clavó una mirada
llena de juicio y vimos cómo se perdían tras la curva de la calle. Corrimos a
ver de qué se trataba aquello. Mi abuela se puso en cuclillas, y destapó ese
amasijo de tela como quien le saca delicadamente, una a una, las capas de piel de
la cebolla. Y allí, en el medio, como el centro de una fruta poco conocida,
salió un perrito que podía acurrucarse en una sola mano de mi abuela: “menos
mal, pensé que era otra cosa”, nos dijo. Y tomó a la cachorra como quien toma un
documento con todos los sellos requeridos.
Volvimos a casa con una perrita en nuestro
haber, como si ese hubiese sido el motivo de aquella caminata. “Abuela, pero no
sabemos si mis papás nos dan permiso de tenerla en la casa”. A lo que ella
contestó: “Hijo, los amores no necesitan mucha consulta”.
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