Las gotas formaban caminos
caprichosos. Hacían un mapa de nervaduras que se movían sobre el cristal del
coche. Las luces se multiplicaban con el reflejo del agua.
¿Señor, cuántos habitantes tiene
la ciudad? Preguntó desde el asiento de atrás, mientras recorrían el
camino que se extendía desde el aeropuerto al hotel. “Más de catorce millones de
habitantes se contaron en el último censo”, dijo el chofer, verificando por el
retrovisor la mirada de su pasajera.
Al escuchar la cifra se
mordió el labio inferior negando con la cabeza. Muchas son las almas como para
dejar el encuentro en manos de las casualidades, que además siempre son tan
caprichosas, irresponsables y esquivas. Entre
dientes maldijo las películas que exageran el poder de las coincidencias, arrugó
las frases que las convertían ligeramente en causalidades, se dijo que era
suficiente con que el destino la hubiese colocado exactamente allí, en esa
geografía donde podía adivinarlo.
“Tendré que llamarlo, presionar a consciencia todos sus números. Verificar su dirección, tocar
a su puerta, meterme en sus aguas, todo a riesgo de no saber cómo mantenerme a flote. Será
eso o la desazón que queda cuando pasa absolutamente nada”, pensó y se dejó
caer rendida ante la inevitable responsabilidad de hacer que las cosas ocurran o no.
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