jueves, 19 de diciembre de 2013

Para que las cosas ocurran























Las gotas formaban caminos caprichosos. Hacían un mapa de nervaduras que se movían sobre el cristal del coche. Las luces se multiplicaban con el reflejo del agua.

¿Señor, cuántos habitantes tiene la ciudad? Preguntó desde el asiento de atrás, mientras recorrían el camino que se extendía desde el aeropuerto al hotel. “Más de catorce millones de habitantes se contaron en el último censo”, dijo el chofer, verificando por el retrovisor la mirada de su pasajera.

Al escuchar la cifra se mordió el labio inferior negando con la cabeza. Muchas son las almas como para dejar el encuentro en manos de las casualidades, que además siempre son tan caprichosas,  irresponsables y esquivas. Entre dientes maldijo las películas que exageran el poder de las coincidencias, arrugó las frases que las convertían ligeramente en causalidades, se dijo que era suficiente con que el destino la hubiese colocado exactamente allí, en esa geografía donde podía adivinarlo.

“Tendré que llamarlo, presionar a consciencia todos sus números. Verificar su dirección, tocar a su puerta, meterme en sus aguas, todo a riesgo de no saber cómo mantenerme a flote. Será eso o la desazón que queda cuando pasa absolutamente nada”, pensó y se dejó caer rendida ante la inevitable responsabilidad de hacer que las cosas ocurran o no. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario