Contaba la historia de su pueblo fijándose en las desgracias esparcidas en el tiempo. Encogía como un acordeón en el almanaque los días sin guerra. Los periodos entre una adversidad y otra desaparecían de la memoria y quedaban sólo aquellos con aroma a tragedia y pesar.
Esos relatos habían pasado de
generación en generación, como un dolor infinito que arropaba a toda su descendencia, como una herencia a la cual parecía imposible renunciar.
“Y si existiera una pastilla para
borrar por completo la memoria de esas tristezas que llevas en tu corazón… ¿te
la tomarías?” Entonces, sabiéndose un poco exiliada de la cordura, negó con
pesadumbre. ¿Acaso podría explicarse de otra manera? ¿Con qué relatos podría presentarse
ante propios y extraños?
Sintió un profundo vacío al
reconocer que era libre de negarse esa manera tan común de hablar acerca de los suyos. Se sorprendió en el goce de la verificación a veces absurda:
“¿Ves? Tenía razón, y la historia se vuelve a repetir”, había dicho varias
veces.
Entonces, ese hombre que iba de paso, la besó en la
frente, como queriéndole encender una luz que borrara por completo su capacidad
de recordar escenas que, en rigor, jamás
había vivido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario