Los rayos de las luces blancas cortaban en trozos la oscuridad, cruzándose en el medio de la pista. De pronto iluminaban tu rostro y yo lograba verte enmarcado por esos audífonos gigantes. Tu barbilla -seguía el ritmo de la música- gobernada por una curiosa e irresistible hendidura. Sólo faltaba que sonrieras para que todo fuera perfecto. (Siempre me daba por pensar que faltaba algo para que todo fuera perfecto) Estabas serio, arrugabas el entrecejo como si estuvieras a cargo de una operación a corazón abierto. Y es que no era menor tú responsabilidad. En tus manos estaba el destino de la noche de cientos de almas que te rodeaban expectantes, como animales sedientos, te miraban, preguntándose: “a dónde nos llevará ahora”.
Comenzaste con algo suave,
jueguetón. Buscaste miradas aprobatorias. Con un puño en alto martillabas esa
neblina artificial que nos desdibujaba. Te
encontraste con mi mirada que no te soltaba ni por un instante, subí el
dedo pulgar y me moví, contagiando a la manada. Cerré los ojos, me dejé llevar,
tus manos se abrían como flores marinas, percibiendo la energía.
Llegó Caramelo, ese amigo tuyo.
Te besó, te palmoteó, te pasó la mano por el cabello como si se tratase en
encuentro entre cachorros, tú le entregaste los audífonos, dándole la
responsabilidad de todo lo que estaba
por venir. Me encontraste y de un salto estabas en la pista. Salí en franca
huida, afuera hacía frío, tu ibas sin camisa. Yo alcé mi mano haciendo parar un
taxi, tu me tomaste del brazo. Así de fácil. Respiración
entrecortada, late el corazón que se sale del pecho. "No sabes cómo agradezco
que por lo menos uno de los dos haya
sido valiente en todo esto, si fueras como yo, aún estaríamos esperándonos". Así le dijo, a sabiendas de que no
hay responsabilidad más grande que estar siempre a cargo de la música.
No hay comentarios:
Publicar un comentario