viernes, 29 de noviembre de 2013

Ovejas de colores

Julia era una niña con unas maneras que hacían imposible encajarla en el promedio de alguna categoría. De vista pasaba desapercibida, pero de haceres se salía de cualquier patrón. “Padre, abogado, mamá, ama de casa”.

Detrás de las cortinas salía -con un cepillo en la mano- cantando, sorprendiendo a las visitas, increpándolos a seguirla en los coros. Desconcertar a los otros era una de sus actividades favoritas. Colocar una pequeña araña de plástico (de esas que salen en las piñatas) sobre un sándwich de miga que estaba a punto de ser engullido por Don Cano, sustituir el jamón por un pedazo de tela y observar la reacción de Doña Loló, por dar otro ejemplo, era un verdadero deleite para Julia. No pasaba un solo día en el que no hiciera de las suyas con tal originalidad y disciplina que hacía de la alegría el aire que se respiraba en esa casa.

Cuando llegaba su padre, salía a recibirlo como si fuera un rey. Se inclinaba, le hacía una reverencia o emulaba ser una cubana y, con un par de maracas, salía improvisando la letra de un cha-cha-chá que daba cuenta de una exagerada bienvenida a su progenitor que -muchas veces- se preguntó si tanta alegría era normal. De hecho, un día invitó a casa a un ex compañero del colegio -graduado con honores de la escuela de psiquiatría- para que observara a Julia a ver si -espontáneamente- hacía algún comentario acerca de la tipificación de una anomalía que más que padecerla, se disfrutaba. 

Don Fernando se sentó y vio cómo Julia se acercaba con maneras de una geisha, llevándole un plato con galletitas para acompañar el mate. “Hermano, está lindo también tener ovejas de colores en la familia, no se preocupe”, le dijo el médico, acusando recibo de la verdadera razón de esta invitación que se salía de toda norma.

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