En primavera llegaban, como olas de playa caribeña, aromas de limoneros y tilos. Los pájaros cruzaban cantando a coro, llamándose, llenos de energía. Y ella, mucho más abajo, agradecía dedicar unos minutos a una meditación.
En esa oportunidad procuraba darle intensidad a las luces que
habitaban en su pecho, en el centro del cráneo y en el corazón diminuto que se
esconde entre las piernas. Para lograrlo se conectaba, convocaba y recibía como
a un anfitrión espléndido, al sol de afuera, ese que cubría tibiamente la
terraza.
“Somos uno”, dijo para sí, y se soltó como quien salta en
paracaídas, o mejor, como el buzo que se suelta de la lancha, para dejarse ir a
lo más profundo en una aventura tan íntima que jamás intentó siquiera
conversarla.
Sólo los gatos lograron verla partir. Ellos rodearon su
cuerpo, eran tres y estaban erguidos, como guardianes atentos al regreso de su
amo, como maestros que aguardan por un discípulo que no vuelve del bosque, tras entender
que el aprendizaje es más rápido cuando se es un atrevido.
sutil y potente . . .
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