Tu mamá iba de lentes oscuros que
tapaban su mirada dulce, dándole aire de mujer, no de mamá. Se trataba de una
estampa que nunca le habías registrado.
Manejaba tu papá. Y tu mamá, de copiloto,
miraba por el retrovisor a tus hermanos dormidos. Pero ella volteó y te regaló
una sonrisa, de esas que iluminaban toda su cara, toda la casa. Se trataba de
un gesto que aseguraba que detrás de ese antifaz de diva mexicana, estaba ella,
para ti.
¿Será que todos los humanos
recordamos el color de algún traje de baño de la infancia? El tuyo era naranja
con rayas rojas. Arriba llevabas una camisa de colores claros, a cuadros, manga
corta. Bajaste de su mano. Ibas cómo frenando el paso, evitando velocidad en la
empinada.
Abajo estaba yo, traje de baño
entero, verde limón.
Ustedes iban en busca del mar
para calmar tus gripes recurrentes. “Mejor húndalo en agua salada”, dijo el
doctor, negándose a seguir recomendando medicinas que imitaban las propiedades
del océano.
La línea recta del camino se había
vuelto rizos alrededor de la montaña y, de pronto, tras una curva cerrada, el
mar. (Ella contaba esto y le acariciaba la mano con una dulzura que sólo crecía
en esa intimidad)
Desde allí se veía el agua como una
sola inmensidad con el cielo. ¿Sabes lo que pensaste en ese instante? Pensaste:
“Con que este es el verdadero límite ¡¿Eh?¡” ¿De dónde habrás sacado semejante
expresión? Era como la voz de un semi-héroe que te había poseído. Sí, de esos semi héroes de la tele, que son
buenazos pero también hacen reír. (En ese momento pensabas que conseguir ambas
cosas en una misma persona era asunto de ficciones infantiles)
Entonces, ambos estallaron en
carcajadas finalizando -por esa noche- el juego de contarse y reinventarse escenas
de su vida, el uno al otro, una y otra vez. Ambos sabían que siempre se
recuerda un suceder tal y como se
recordó la última vez que lo recordaron, y así se reinventaban, para no
aburrirse de haberse amado desde hace tanto.
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