jueves, 24 de octubre de 2013

Pasaje de vuelta




Iba a mi lado, parecía discutir con su hijo. Le decía que olvidara el cumpleaños, que “le vaya diciendo a sus amiguitos que no hay fiesta”. Impostó un tono autoritario para luego bajar de golpe  varios tonos, quedando -en definitiva- en uno de los escalones más bajos. Y casi suplicante le pidió: “Dejá de pelear, por favor, dejá de pelear”.

Bajó la mirada, hizo otra llamada. Parecía una mujer del otro lado, la madre del chico tal vez. Sin saludar escuchó unos instantes, para terminar con la palma en alto diciendo “pero pará, pará, pará…” como atajando las palabras con los dientes. Cortó.

Era robusto. Sus manos, dos masas grandes de donde salían dedos gruesos, cortos. Parecían ubres de vaca.

Movió el celular como si fuera un dado que quisiera lanzar. Pero reclinó el asiento. Me dio la espalda. Fingió concentrarse en el horizonte, allí donde el paisaje nunca cambia,  en ese punto que nos hace creer que no avanzamos, que siempre estamos donde mismo. 

Yo fingía leer pero sentirlo era inevitable. Sollozaba. Me dieron ganas de tocarlo. Me contuve. “No sé de él absolutamente nada”. Mejor hablarle. Sabía algo, sí. Él no se sentía bien y yo no podía hacer otra cosa sino escucharle. (El breve llanto de un hombre equivale, en tensión ambiental, al berrinche de un nene)

Me levanté al mini bar, le traje agua. “No gracias”, me dijo, mirándome con recelo. “Como quiera”, contesté, demostrando que había hecho un buen intento. Pero habló. Sus primeras palabras, luego de que el agua deshiciera el nudo en su garganta fueron: ¿Vos crees que me dan ganas de comprar pasaje de vuelta? 

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