jueves, 21 de noviembre de 2013

Buena vista


Las relaciones -que edificaron el mundo adolescente de Mel- se podían ver en movimiento desde el balcón de su piso.

Una vista privilegiada le daba la oportunidad de observarlo todo. Las calles, las casas, sus jardines y patios, sus habitantes, con sus idas y venidas, las fiestas, las reuniones familiares, los paseos con los perros, las compras, las visitas. Todo eso desde allí se podía ver, como si fuera una pequeña ciudad construida a escala, en la que Mel gobernaba con su mirada y desde donde, en perspectiva, podía tomar a Alejo -haciendo una pinza imaginaria con sus dedos- llevándolo hasta su boca, para saborearlo como si fuera el más apetitoso canapé de una  bandeja con variedad de sabores.

Y es que, de todas las posibilidades que tenía la mirada de Mel desde su balcón, su encuadre favorito era la ventana de Alejo, ese espacio a través del cual podía adivinarlo entre siluetas, tras la cortina, todo gracias a la luz espesa de un televisor que, suponía ella, tenía atrapada la atención de toda su familia.


“Pero su padre no ha llegado, seguro lo esperan para comer”, se decía Mel, mientras fingía mirar para otro lado, por si acaso desde esa ventana Alejo -a su vez- la observaba, descubriendo sus deseos que se asomaban por el balcón, dejándolos a la vista de todos. 

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