Las relaciones -que edificaron el
mundo adolescente de Mel- se podían ver en movimiento desde el balcón de su piso.
Una vista privilegiada le daba la
oportunidad de observarlo todo. Las calles, las casas, sus jardines y patios, sus
habitantes, con sus idas y venidas, las fiestas, las reuniones familiares, los
paseos con los perros, las compras, las visitas. Todo eso desde allí se podía
ver, como si fuera una pequeña ciudad construida a escala, en la que Mel gobernaba con
su mirada y desde donde, en perspectiva, podía tomar a Alejo -haciendo una
pinza imaginaria con sus dedos- llevándolo hasta su boca, para saborearlo como
si fuera el más apetitoso canapé de una bandeja
con variedad de sabores.
Y es que, de todas las
posibilidades que tenía la mirada de Mel desde su balcón, su encuadre favorito era
la ventana de Alejo, ese espacio a través del cual podía adivinarlo entre siluetas,
tras la cortina, todo gracias a la luz espesa de un televisor que, suponía
ella, tenía atrapada la atención de toda su familia.
“Pero su padre no ha llegado,
seguro lo esperan para comer”, se decía Mel, mientras fingía mirar para otro
lado, por si acaso desde esa ventana Alejo -a su vez- la observaba, descubriendo
sus deseos que se asomaban por el balcón, dejándolos a la vista de todos.
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