Teresa, mientras preparaba la
comida, se asomaba a la puerta de la cocina y llamaba a Guadalupe que tenía, para
ese tiempo, apenas catorce años. ¡Guadalupe, ven! ¿Ves esa muchachita que va
caminando allí? La niña asentía. “Bien -le decía su madre- esa, ya no es
señorita”. ¿Y cómo sabes, mamá? Entonces, Teresa respondía, mirándole a los ojos: “Por
su manera de caminar”.
Tal vez por eso Guadalupe nunca
se había acercado a las mieles del sexo, sabía que su madre la descubriría a la
primera. Además, años después, Teresa le contó a su hija una historia, que como
todo lo que contaba Teresa, no tenía asidero alguno. Le dijo que los hombres
sembraban dentro de sus mujeres semillas de luz que se adueñaban de su alma y
de su voluntad. “Ellas se ven radiantes, pero no es un brillo propio,
Guadalupe, hay que tener cuidado. Dígame esas mujeres que van de hombre en
hombre, se vuelven como locas, parece que nunca consiguen la dicha de los que
están en su centro”.
Guadalupe después había
estudiado, y en más de una ocasión se sorprendió buscando alguna teoría o
alguna leyenda indígena que contara de las semillas de luz que llevaban los
hombres en su vientre o lo de la manera de caminar. Eso por poner de ejemplo sólo
algunas historias. Pero no, al respecto nada serio se había escrito hasta el
momento.
Teresa, que a duras penas leía, sabía contar historias que años más tarde, hacían temblar la mano de Guadalupe
que tocaba el 3A, para llamar al apartamento de un amigo de infancia. “Mamá, es
Caramelo, ese muchacho lindo que vendía tortas en la playa”, se dijo, como
pidiéndole permiso a Teresa. Aunque, claro -para ese momento- Teresa hacía
mucho que ya no estaba.
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