viernes, 15 de noviembre de 2013

Los temblores de Guadalupe


Teresa, mientras preparaba la comida, se asomaba a la puerta de la cocina y llamaba a Guadalupe que tenía, para ese tiempo, apenas catorce años. ¡Guadalupe, ven! ¿Ves esa muchachita que va caminando allí? La niña asentía. “Bien -le decía su madre- esa, ya no es señorita”. ¿Y cómo sabes, mamá? Entonces, Teresa respondía, mirándole a los ojos: “Por su manera de caminar”.

Tal vez por eso Guadalupe nunca se había acercado a las mieles del sexo, sabía que su madre la descubriría a la primera. Además, años después, Teresa le contó a su hija una historia, que como todo lo que contaba Teresa, no tenía asidero alguno. Le dijo que los hombres sembraban dentro de sus mujeres semillas de luz que se adueñaban de su alma y de su voluntad. “Ellas se ven radiantes, pero no es un brillo propio, Guadalupe, hay que tener cuidado. Dígame esas mujeres que van de hombre en hombre, se vuelven como locas, parece que nunca consiguen la dicha de los que están en su centro”.

Guadalupe después había estudiado, y en más de una ocasión se sorprendió buscando alguna teoría o alguna leyenda indígena que contara de las semillas de luz que llevaban los hombres en su vientre o lo de la manera de caminar. Eso por poner de ejemplo sólo algunas historias. Pero no, al respecto nada serio se había escrito hasta el momento.

Teresa, que a duras penas leía, sabía contar historias que años más tarde, hacían temblar la mano de Guadalupe que tocaba el 3A, para llamar al apartamento de un amigo de infancia. “Mamá, es Caramelo, ese muchacho lindo que vendía tortas en la playa”, se dijo, como pidiéndole permiso a Teresa. Aunque, claro -para ese momento- Teresa hacía mucho que ya no estaba. 

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