Él creía que, al final de esa grieta por donde se dejaba caer, había una luz que desterraría para siempre la noche.
Mientras, quienes lo acompañaban en
ese tejido de relaciones -que lo sostienen a uno como un capullo- practicaban con
afán mecanismos para estar en constante felicidad, “resistiéndose a las
emociones con mala prensa”, él se entregaba a su tristeza sin ningún pudor. Y,
tal vez, hacía bien, “a nada hay que aferrarse”.
Como los soldados que burlan a la
muerte durante la guerra, y después muestran sus cicatrices en la playa, así él
se sentaba frente al mar a repasar las veces que se había "salvado" de algunas oportunidades.
Durante ese tránsito hacía
el fondo, se percató de la infinidad de ocasiones en las que se había
sorprendido espiando una casa que ya no era la suya. Se descubrió pensando tramas
que no le pertenecían y desenlaces con personajes que habían salido de su vida
hace mucho tiempo ya. “He pasado más días y noches con ellos en mi cabeza, que con
ellos en realidad”, se decía negando, frente a una copa de vino. Miró, como quien observa a través de un microscopio la
concepción de un sueño, la facilidad que tenía para construir conversaciones que ya no tendría, en las que decía “toda la
verdad”, lo que “realmente había sentido aquella vez” o lo que “nunca había
dicho”.
Así, dejó que lo abrazara el ocaso,
sin percatarse de la luz que había en los ojos de quienes de cerca lo miraban.
Lo dejó todo pasar, como quien ignora la luciérnaga que despierta las más
profundas humedades de la selva.
Hermosa simplicidad
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