jueves, 12 de septiembre de 2013

Abrazar el ocaso


Él creía que, al final de esa grieta por donde se dejaba caer, había una luz que desterraría para siempre la noche.

Mientras, quienes lo acompañaban en ese tejido de relaciones -que lo sostienen a uno como un capullo- practicaban con afán mecanismos para estar en constante felicidad, “resistiéndose a las emociones con mala prensa”, él se entregaba a su tristeza sin ningún pudor. Y, tal vez, hacía bien, “a nada hay que aferrarse”.

Como los soldados que burlan a la muerte durante la guerra, y después muestran sus cicatrices en la playa, así él se sentaba frente al mar a repasar las veces que se había "salvado" de algunas oportunidades.  

Durante ese tránsito hacía el fondo, se percató de la infinidad de ocasiones en las que se había sorprendido espiando una casa que ya no era la suya. Se descubrió pensando tramas que no le pertenecían y desenlaces con personajes que habían salido de su vida hace mucho tiempo ya. “He pasado más días y noches con ellos en mi cabeza, que con ellos en realidad”, se decía negando, frente a una copa de vino. Miró, como quien observa a través de un microscopio la concepción de un sueño, la facilidad que tenía para construir conversaciones que ya no tendría, en las que decía “toda la verdad”, lo que “realmente había sentido aquella vez” o lo que “nunca había dicho”.

Así, dejó que lo abrazara el ocaso, sin percatarse de la luz que había en los ojos de quienes de cerca lo miraban. Lo dejó todo pasar, como quien ignora la luciérnaga que despierta las más profundas humedades de la selva.

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