Esa especie de piel de cebolla que nos envuelve en los sueños, aún la vestía cuando se levantó. Se calzó las pantuflas con la sensación de habitar el centro de un diente de león, esas flores de pétalos/pelusa que vuelan, para germinar lejos de su centro.
Exprimió tres naranjas para su hija -las manos más pequeñas, la mirada más dulce y libre de todo lo que pasaba o no pasaba allí, donde crujen las escaleras de noche. La madre se sentía derrotada, se dejó caer al lado de la pequeña, para acompañarla en el desayuno. La sensación de que las cosas no venían saliendo cómo esperaba atraparon su mirada, dejándola inmóvil sobre la mesa.
La niña le preguntó si lloraba. Ella respondió que no, que “a veces sí se le acumulaban algunas lágrimas en la noche” y allí se le abrió una puerta al cielo del entendimiento y trató rápidamente de construir o reconstruir algo medianamente lógico con las palabras que flotaban y que iba recogiendo en ese espacio que se abre entre el ojo y la oreja derecha: “¿Cómo poder dormir bien a sabiendas de que dentro aún me habitan tantas tierras inexploradas?”
Cuando su atención volvió a la mesa sólida, su hija le mostraba cómo había hecho una corona con una servilleta de papel, se bajó de la silla de un salto y caminó altiva, como una reina. Antes de cruzar la puerta y despedirse, se dio vuelta y dijo -como confesando un gran secreto-: “Lo mejor es que antes la servilleta fue pulpo, y antes una flor pero no lo viste, porque estabas en otra parte”.

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