jueves, 8 de agosto de 2013

Manía clasificatoria


Ella, por circunstancias de la vida, aprendió a nadar en el mar y esto la hacía sentir distinguida entre todos los demás. Aunque pasara el peor de sus momentos, ella colocaba sus hombros hacia atrás, enviaba el mechón de cabello que siempre le caía en la cara para el patio trasero de su cabeza y salía -sin perder la compostura- del más descarnado de los rechazos.

Así, cuando se decepcionaba de alguien o cuando era rechazada de plano, se decía para sus adentros, como pronunciando una maldición: “Seguro aprendió a nadar en una piscina temperada con antiparras, traje de baño y tenía un profesor de natación que le enseñaba a dar brazadas, no sabe -pobre- lo que es una ola, por eso es así”. Y tras esa frase, ella se sumergía en esa sensación que llevaba sembrada en el cuerpo de cruzar -por debajo- una ola inmensa, hasta encontrarse, allá, del otro lado, con los lobos marinos en una danza que hacía temblar a quienes la veían desde la orilla.

Todo fue así hasta que, en mitad de un profundo sueño, sintió cómo se le venía -literalmente- todo encima. La explosión dejó sin muebles su casa, ella terminó echa un ovillo junto al placard, no sabía qué había pasado, no entendía y no era el momento de comprender nada. Sacó fuerzas para erguirse pero, en ese intento, sintió los brazos de un hombre que -tras cubrirla con una manta- la sacó hasta la calle, arrullándola, sin dejarla ni un solo instante. (Dicen -quienes lograron percibirlos en mitad de la tragedia- que ese fue el abrazo más largo jamás registrado).

Ella mantenía los ojos abiertos, cómo asaltada por una sorpresa que jamás podría desterrar de su alma. No podía hablar, o tal vez no sabía qué decir. Cuando logró pronunciar las primeras palabras tras esa hecatombe, le tomó la cara a aquel hombre y le pregunto: ¿Y vos, dónde aprendiste a nadar? Y él, atolondrado entre tanta sirena, grito y marasmo, respondió: ¿Yo? …yo no sé nadar.

Así fue como a ella se le quitó de cuajo esa manía de andar clasificando a la gente.   

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