Ella, por
circunstancias de la vida, aprendió a nadar en el mar y esto la hacía sentir
distinguida entre todos los demás. Aunque pasara el peor de sus momentos, ella colocaba sus hombros hacia atrás, enviaba el mechón de cabello que siempre le
caía en la cara para el patio trasero de su cabeza y salía -sin perder la
compostura- del más descarnado de los rechazos.
Así, cuando se
decepcionaba de alguien o cuando era rechazada de plano, se decía para sus
adentros, como pronunciando una maldición: “Seguro aprendió a nadar en una piscina
temperada con antiparras, traje de baño y tenía un profesor de natación que le
enseñaba a dar brazadas, no sabe -pobre- lo que es una ola, por eso es así”. Y
tras esa frase, ella se sumergía en esa sensación que llevaba sembrada en el
cuerpo de cruzar -por debajo- una ola inmensa, hasta encontrarse, allá, del otro
lado, con los lobos marinos en una danza que hacía temblar a quienes la veían
desde la orilla.
Todo fue así
hasta que, en mitad de un profundo sueño, sintió cómo se le venía -literalmente-
todo encima. La explosión dejó sin muebles su casa, ella terminó echa un ovillo
junto al placard, no sabía qué había pasado, no entendía y no era el momento de
comprender nada. Sacó fuerzas para erguirse pero, en ese intento, sintió los brazos de
un hombre que -tras cubrirla con una manta- la sacó hasta la calle,
arrullándola, sin dejarla ni un solo instante. (Dicen -quienes lograron
percibirlos en mitad de la tragedia- que ese fue el abrazo más largo jamás
registrado).
Ella mantenía
los ojos abiertos, cómo asaltada por una sorpresa que jamás podría desterrar de
su alma. No podía hablar, o tal vez no sabía qué decir. Cuando logró pronunciar
las primeras palabras tras esa hecatombe, le tomó la cara a aquel hombre y le
pregunto: ¿Y vos, dónde aprendiste a nadar? Y él, atolondrado entre tanta
sirena, grito y marasmo, respondió: ¿Yo? …yo no sé nadar.
Así fue como a
ella se le quitó de cuajo esa manía de andar clasificando a la gente.
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