Guadalupe no tenía amores para contar. Su corazón no guardaba registro de esos temblores que toman por sorpresa a los humanos, llenándoles de dicha. Era inocente Guadalupe, como los desmemoriados que tienen como única alternativa vivir el momento, sin expectativas, porque simplemente no tienen referencia de otra cosa que no se viva en el instante.
Así de pura era Guadalupe. Esta condición hacía de ella una mujer serena pero con una curiosidad casi científica cada vez que le tocaba ver cómo se manifestaba esa energía que moviliza a las personas al querer besarse, por ejemplo, desesperadamente en plena calle.
Cuando regresaba del trabajo, buscaba -como tratando de atrapar un insecto de colores vivos- besos en las plazas, en los vagones más deshabitados del metro, en el espacio que dejan las cortinas de los apartamentos que se divisan desde su ventana.
“Mira, Bartolo”, le decía a su gato mientras tomaba café. “Esos de allá se besan largo, como si supieran que nunca más se volverán a ver. En cambio, la vecina -esa que le pone leche a tu plato cuando me demoro en llegar- le da unos besos a su esposo, como quien le da monedas a un hijo para que se compre algo para merendar”.
“Pero mis favoritos, Bartolo, son los besos de los estudiantes de medicina. Esos besos aletean, dan manotazos, como queriéndose salvar de la muerte. Y es que, de alguna manera, así se conectan con esa cosa etérea que nos mueve y que no tiene nada que ver con la materia que tanto estudian en sus clases de anatomía”.

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