jueves, 1 de agosto de 2013

La danza de los astros


El mascarón de proa nunca supo de dónde venía el viento, sabía que miraba el pasar las olas conforme a una voluntad desconocida. El rostro estático, de esa mujer de yeso y madera, vivía su viaje confiando su tránsito a fuerzas ocultas, esas mismas que soplan y determinan la danza de los astros, esas mismas que son el aliento que gobierna el corazón de los humanos.

Así  veía Guadalupe al mascarón de proa, fijo en la pared de una de las  casas caprichosas de un poeta consagrado. Estaba allí ese rostro atornillado como la cabeza de un animal de cacería, con la mirada nublada de tanto ver una pared, después de ir y venir, después de llevar la delantera en el camino de decenas y decenas de almas que llevaba a cuestas.

¿Cuál era la voluntad del mascarón de proa? Poco importaba. Así fuera ella una cautiva de sus  deseos, no estaba en sus ganas escuchar el canto mágico de las sirenas. En definitiva, “a veces hay que dejarse llevar”, le dijo Samuel a Guadalupe, tomándola del torso, improvisando un paso de tango. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario