Mi madre nos había enseñado a contar nuestras bendiciones. “Count your blessings” nos decía en su inglés atolondrado, cuando escuchaba alguna queja de nosotras. Cuando pronunciaba estas palabras alzaba la mano derecha, haciéndole un pedestal a esa gran verdad que flotaba en el aire, siempre muy cerca de ella, dispuesta a la altura de su mano, para su exhibición y respectivas demostraciones.
Contar las bendiciones fue, tal vez, la única herramienta que había conseguido para salvarse de los horrores de la guerra, de las sirenas que avisaban que había que correr al refugio, de las despedidas para siempre en un puerto de España.
¿Mamá, y por qué si cuentas tantas bendiciones no nos llevas a misa, como hacen las mamás de las otras chicas del colegio? Entonces ella esbozaba una sonrisa y negaba con la cabeza, como reconociendo que contar bendiciones pasaba, precisamente, por restarse algunos recuerdos.
Años después de su muerte, hablando con mi tía Helga, su hermana menor, supe que tras los bombardeos juntaban a los niños en las iglesias, donde los alimentaban y los ordenaban como objetos, donde “los contaban como pollos”. ¿Y qué edad tendría ella, tía Helga? Ella -me respondió echando los ojos para atrás, haciendo cuentas- tendría como seis años.

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