Tía Estela conoció el amor demasiado tarde. Casi llegaba a los sesenta y, por primera vez, pudo decir que se había enamorado de verdad, así, con todas sus letras. Pero -francamente- no era necesario que dijera nada. Simplemente se le notaba. Era tan evidente su felicidad que cuando cocinaba cantaba, cuando caminaba bailaba y cuando hablaba de él exigía de cada una de nosotras no sólo atención sino también sorpresa. Don Bartolomé -con la certeza del paso de cada instante, y con la misma premura del conejo que corría al país de las maravillas- pasó de ser un tema en la mesa, a ser un comensal más.
Quizás el amor era demasiado para el breve cuerpo de la Tía Estela y su historia intocada. Lo cierto es que sus reacciones eran cómo las del miope que se opera por vez primera, y logra ver la hora en ese reloj que era simplemente una nube paralizada en la pared.
Se arreglaba de una manera que nos parecía casi ridícula, daba saltitos de alegría que, a los adolescentes de casa, desencajaban de la vergüenza. Pero todas en la mesa, sin duda alguna, nos alegrábamos de saber que siempre, en cualquier momento, puede volver a ocurrir.

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