En esos tiempos lo busqué sin
disimulo entre la gente que se distribuía por el boulevard. Unos paraban en un
café, otros en un lugar donde sonaba salsa en vivo. Otros, más allá, en un bar
mascullaban -con los dientes teñidos de vino tinto- ideas acerca de un poeta
que merecía un premio.
Esa noche, como otras tantas, estacioné
mi Renault 11 del 84 en lo más oscuro de un callejón paralelo. De allí partía con
mi mochila, como quien sale de cacería tras una presa que se me hacía difícil conseguir.
Me sumergía en la manada, mi olfato me
llevaba a lo de Mono, allí escuchaba que lo habían visto en las Ventas de
Madrid. Apuraba la cerveza, pagaba la
cuenta, y salía tras él. Trataba de adivinarlo en alguna mesa, donde abundaban
las carcajadas y las ironías.
Cansada de transitar, terminaba
sumergida en la noche, dándome por vencida. Y cuando estaba a punto de dejarme
llevar por un extraño -que me invitaba a perderme en un bosque de metales que se
levantaba en una pista de baile- aparecía él en el encuadre de mi mirada,
sosteniendo una conversación entretenida con una muchacha a quien percibía,
obviamente, mucho más adecuada que yo.
Para ese momento, ya estaba
cansada. Clavaba, entonces, toda mi atención en su conversación, hasta
deshacerla por completo. Él -automáticamente- estimaba que ya era hora de partir. Se
levantó, colocándose su chaqueta con tanta premura, que arrugó bajo de sí las
mangas de la camisa. Entonces, me acerqué. Sin mediar palabra, dejé subir mis
manos hasta encontrar la camisa arrugada bajo su chaqueta. Bajé hasta dejar los puños en su sitio, los
botones en el ojal. “Ahora sí, puedes irte”, le dije, y me retiré dejando todo
en orden. Eso sí, antes de salir de su encuadre, hice un gesto de renuncia, que
nos unió para siempre.

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