jueves, 4 de julio de 2013

Nunca es demasiado para un sueño


Tres meses estuve con mi hija Paulina en Nueva York, cuando ella tenía cuatro años. Conforme pasa el tiempo, más accesorias lucen las circunstancias que nos llevaron a un apartamento pequeño en metros cuadrados, pero generoso en iluminación, ubicado a pocas calles del Central Park.

Nuestra única misión era mantener limpio el apartamento, con toallas y sábanas impecables, y preparar la cena, a veces para tres, otras para cuatro, con un presupuesto tan ajustado que debía administrarse con la precisión de un joyero.

“¿Pero y el colegio de la niña?”, me dijeron, y yo pensé que perder tres meses de pre kinder a cambio de disfrutar de la Gran Manzana, era como cambiar un sándwich de kiosco por un asado de domingo rodeado de amigos.

Durante esos días, nunca la desperté. La observaba dormir como nunca antes me había dado el tiempo, hasta que abría los ojos naturalmente, y yo le preguntaba: ¿Qué tal si hoy vamos al parque antes de hacer la cena? ó ¿Qué tal si hoy vamos a conocer en persona a un gorila?  Y otro día: ¿Qué te parece si compramos pinturas y jugamos a hacer body art? Y otro: ¿Quieres conocer hoy un edificio con forma de caracol?

No hubo en esos tres meses un solo día que no fuera divertido. Uno de esos, ella abrió los ojos y al verme, sin dejarme pronunciar una sola palabra me dijo: ¿Mamá, y tú no crees que este sueño es demasiado largo? 

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