Tenía la precisión de un orfebre
para arreglarse en las mañanas. No perdía tiempo. Era impecable. Colocaba
música a todo volumen, cantaba en la ducha. Se secaba con el viento que salía
de las sábanas que sacudía al tender la cama. Se miraba como quién observa un
lienzo antes de pintar: “¿Qué me pongo?” Abría el closet dándole la bienvenida
al sinfín de posibilidades que se venían con el día.
Jeans ajustados, botas a la
rodilla, y una blusa ceñida color turquesa.
Frente al espejo, sus dedos índices se señalaron a sí misma, haciéndose
ver que, nuevamente, los senos habían quedado bizcos, o extraviados. Uno miraba
para arriba y otro para abajo. Uno con la vista en el techo y otro triste, cabizbajo.
Entonces, metió por debajo de la blusa su mano tibia, y tomó una por una sus
tetas, suaves, tiernas, como el primer suspiro de la mañana. Con delicadeza les
dio simetría, mirando, como debe ser, hacia adelante, como unas campeonas
enfiladas, dispuestas a abrirse camino, siempre de frente.
Pero justo al levantar la derecha,
vio como el seno se hundía, como si desde lo profundo de esa esfera algo con
cierto magnetismo lo halara todo hacia su centro. El corazón le llegó al
cuello, sintió cómo palpitaba todo, los ojos latían, los labios se torcieron y
se hicieron un puchero. Era el miedo que la asaltaba de nuevo, repetir
exámenes, esperar diagnósticos. “No, otra vez cáncer, no”. Se dijo así misma,
susurrando, cerrando los ojos, justo cuando apenas amanecía.
Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.
ResponderEliminarLa espera es siempre lo peor. Es mejor autoexaminarse recostada en la cama.
ResponderEliminarUn gran saludo, Pamela.