El mar, ese que se cree inmenso, era fruto de la memoria que habitaba en un grupo de marinos. Yo, por mi parte, veía a ese creído entre las casas altas, que se elevaban como estacas: “pensar que estás allí porque muchos creen en ti”, dije. Y justo en ese momento, y nada más por evocar a esos navegantes, se despertaron uno a uno todos mis corazones: el que tengo en el centro de la masa encefálica, el que está debajo de la lengua, el que se ubica al lado izquierdo del pecho y ese pequeño, que se esconde entre las piernas.
Pero pudo haber pasado todo al revés. Comenzó por latir el corazón más pequeño, así no más, animado por un roce o por la nada, entonces se encendieron todos los demás soles. (Quise decir corazones, perdón). Entonces vino a mi memoria el marino, ese y los otros, y sólo en ese instante se abrió ante mi vista el mar y eso fue lo que vi, entre las casas alargadas, esas que se elevan como estacas hasta el cielo.
Así hablaba a los viajeros una pitonisa del puerto. Con la mirada nublada y perdida, atendía en lo más profundo del bar, tras una cortina bordó. “Toda una paradoja que después de navegar siete mares, y dejarse llevar por el viento, esos hombres se apeguen tanto a las artes adivinatorias para saber qué será de ellos mañana o pasado en ese mar, que es el mismo que ellos imaginan”, decía pasándose la lengua por los labios, negando con la cabeza, tratando de darle solución a lo que parecía un dilema.
Un buen relato, Pamela. Hay algo de cuento viejo, hay algo de humor y misterio,... un halo mágico.
ResponderEliminar