Querido Julio (me encanta llamarte por
tu nombre, es un desafío que me excita como los riesgos de un deporte extremo) de
todas las fantasías que tengo contigo, de todas las variantes de encuentros que
procura mi imaginación, aquella que más disfruto es donde estamos junto al río.
Se trata de un pensamiento suave, de colores
desteñidos. Nos vemos sonrientes, corre la brisa fresca por esa fantasía. Tú ríes
porque te estoy diciendo algo, yo prolongo el tacto de mis dedos con una ramita
que saco de la tierra húmeda, te toco con ella.
(Quiero que hagamos un alto aquí para
aclararte, Julio, que esta fantasía la repito rotativamente, tanto así que no sé si
colocarla en el baúl de los recuerdos o de las fantasías. Porque una cosa
imaginaria tantas veces imaginada se va volviendo sólida como un objeto oscuro
que domina la decoración. En fin. Sigo.)
Alguien nos espía tras los arbustos.
Son las cinco de la tarde y la luz del sol deja ver el polen flotando en el
aire. Tú, Julio, de pronto detienes el juego. Tomas con tu mano mi muñeca,
buscas mi mirada y me preguntas: ¿Y tú, cómo te sientes? Entonces me estremezco,
busco tus manos, las beso, doy los primeros pasos de lo que será el evento
iniciático: nuestra primera conversación.
Hasta allí alcancé a leer esa carta que
encontré en la mesa de luz de tía Estela. La doblé torpemente y la volví a
dejar donde estaba, cuando sentí correr el agua del inodoro y se me vino in
crecendo el sonido de sus pies arrastrando la andadera quejumbrosa.
Claro no sé si era exactamente eso lo que decía esa carta o, en definitiva, me
lo estoy imaginando. Lo que recuerdo es que, para esquivarle la mirada a tía
Estela y no hacer evidente que ya nunca la volvería a ver de la misma forma, me
concentraba en su dentadura postiza que me sonreía flotando desde un vaso de
agua.
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