Todos éramos partículas suspendidas en un mismo plasma. Y ese líquido denso que nos sostenía como planetas errantes, era la música.
Encendíamos la radio al caer el sol y cuando todo estaba oscuro, como lobos de una misma manada, mirábamos la luna, convocados a la reunión por una voz grave que nos invitaba escuchar a Gary More: “Still got the blues”.
Yo respiraba profundo y optaba por la autopista, esa que bordeaba la ciudad por el lado de la montaña. No existían celulares ni redes sociales, no había mensajes de texto pero todos sabíamos -de alguna manera- que estábamos conectados por ese susurro que nos recordaba que Freddy Mercury había muerto. Y a mí me parecía que toda la anatomía de la urbe, hasta sus rincones más profundos, maldecía la noticia.
Entonces, sonaba la guitarra como un llanto: "era Brian May con The Last Horizon”. Y yo optaba por la próxima salida a la derecha, y bajaba a toda velocidad para encontrar a los otros. Saberse en esas calles era mágico, parece que esa voz daba claves para sentirnos parte de un todo. Él hablaba -estoy segura- con los ojos cerrados, o apenas entreabiertos, sabía que movía los pasos de quienes andábamos sin luces, en lo más oscuro de la noche.
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