“Siempre le fui fiel a tu padre”. Así dijo mamá tratando de subrayar sus palabras con un gesto heroico, alzando la barbilla y ladeando un poco su carita. (Esto pasó durante el desayuno. ¿De qué estábamos hablando que salió esta frase? ¿Acaso ella estaba esperando cualquier excusa para lanzar este misil entre la mermelada y el té?).
Yo seguí poniéndole mantequilla al pan, porque parecía el principio de una charla aleccionadora, de esas en las que ensalza la madre la vida de ella misma como ejemplo a seguir a través de aquello que nunca hizo: “nunca consumí drogas”, “jamás me escapé del colegio”, “nunca tuve la necesidad de emborracharme”, en fin.
Pero tras la frase vino un silencio denso. Levanté la mirada para cruzarla primero con la de mi hermana y, luego, para ver a mi madre que hacía inevitablemente un puchero con su boca. Ella estaba allí, como una niña castigada sin derecho a salir a jugar a la calle. Le tomé la mano, mi hermana y yo nos hicimos con ella en un sólo abrazo. (¿Qué le pasa? Nos preguntábamos con la mirada y nos subíamos de hombros en un “no sé, no entiendo”.)
“Sí, ella, mi mamá, Rafaela, no ha parado de llorar aún”, explicaba mi hermana al doctor Mola que estaba al teléfono. (Esto pasaba y caía la noche sobre la ciudad.)
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