jueves, 28 de febrero de 2013

El mundo de Berenice


Berenice pensaba que las nubes no cambiaban su forma, que siempre eran las mismas y que se paseaban intactas por el cielo, recorriendo ciudades y países, cruzando océanos.

“Mira, Rebe, a esa nube la vi en Caracas hace tieeeempo”, dijo esa vez que viajamos juntas al llano. 

Mis señales de alarma se encendieron. ¡¿Pero cómo se le ocurre?! Pensé rápidamente en sacarla de esta equivocación que me llevaba al territorio de la vergüenza ajena. Tenía que explicarle -activar mis ínfulas académicas- y decirle que las nubes se transformaban permanente: que eran como el aire. Pero claro, en ese instante me di cuenta que no tenía suficientes elementos para hacerle ver el tamaño de su falta. ¿Cómo puede vivir una persona creyendo que las nubes son objetos estáticos, sin transformación? Apenas llegue a casa tomaré un libro para hacerle ver que ella vive en las nubes -claro- en las verdaderas nubes, en las que cambian de forma, como la espuma del mar.”

Mientras pensaba esto me ofuscada. Su ignorancia me molestaba pero, al mismo tiempo, le daba sentido a mi sapiencia incipiente, débil, que sólo se fortalecía con el error de otro. 

Fue, entonces, cuando Bere se sentó en la vera del camino, sobre un tronco. Estiró sus piernas, cerró los ojos, respiró profundo y le regaló una sonrisa al viento que pasaba haciéndole más gratos los rayos del sol. Al abrir nuevamente los ojos se incorporó de un brinco apuntando al cielo. 

- Mira, Rebe, esa nube -por ejemplo- siempre me sigue. A dónde voy la veo, creo que allí habita un alma que me protege. No sé, son cosas que me imagino.

Así, en esa -como en otras oportunidades- renuncié a la idea de darle explicaciones científicas al mundo de Berenice.

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