A Guadalupe la despertó la tormenta. El
viento golpeaba las ventanas, un rayo era sobrevenido por otro, los truenos se
superponían, mezclándose, alterando su sueño, sacándola de la cama por
completo.
Miró por la ventana y negó con la cabeza: “Eres
el colmo”, parecía decir Guadalupe mirando allá afuera, reconociendo en esa
coreografía -de luces, sonidos y aguas cruzadas- la procesión que llevaba por
dentro. Era todo tan explícito que de haber sido ficción, el lector podría
haber acusado de poco creativo al guionista.
Subió sus hombros y encendió el televisor.
Tenía predeterminado el canal cultural. Ese espacio que en otro tiempo sentía
inocuo, libre y lleno de calma, ahora tan preñado de intenciones. “Así habrán
pasado los días, unos atropellándose con otros”, pensó y mojó el dedo con
saliva para sacarle el polvo a los botones del control. En la pantalla, el
rostro de un poeta mira fijamente a la cámara y se disuelve en una rosa, habla con
voz pausada, tratando de simular sabiduría o tal vez ¿quiere dejar entrever
algo de lujuria? Muestra sus dientes en un gesto de dolor fingido por una verdad
que cree descarnada y que sale de su boca. Arruga el entrecejo, afina la
mirada, voltea observando fijamente a la cámara dos.
“Poeta Teresa”, pensó Guadalupe a su mamá.
Esa que se levantaba de noche para secarme con plancha los pantalones, esos,
los únicos que tenía para ir a trabajar.
Vuelve la vista hacia la tele. Ahora el poeta
se abre paso entre una multitud hablando de dignidades y haciendo comparaciones
de la realidad de países ajenos y cepas de vinos.
Con su teléfono inteligente sacó una
fotografía de la TV y la colgó en un portal de remates. “Vendo por aburrido, de
segunda mano”, decía la leyenda bajo la imagen que paralizaba en una mueca al
poeta.

Excelente.
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