Sus pies tocaron la alfombra blanca, suave. Sus uñas rojas, piel clarísima. Manos huesudas sobre el cubrecama de plumas. Con su cabeza dibujó un círculo rotando hacia la derecha, luego hacia la izquierda. Sonaron algunos huesitos, respiró profundo.
Las paredes altas, color nieve, terminaban abrazando un círculo que era un ventanal decorado con volutas labradas en bronce. Arriba formas redondas se repetían en serie, coronando la habitación.
Desde esos ventanales la ciudad se movía sigilosa ante ella, como si estuviera a su servicio. Entre esas calles, ella adivinaba al ser que amaba. Podía perderse en ese laberinto sin temor a no volver a encontrarse. Total, allí estaba segura, “peligroso era encontrar la salida a estas alturas”, decía para sí.
Entró al baño y fue imposible no mirarse al espejo. Alrededor de los labios: arrugas, debajo de los ojos: una cortina de piel derrotada. “¡Bah! Nada que no mejore con una sonrisa”, se dijo a sí misma, animándose.
Esa noche iría a la ópera (escucharía Lascia Chio Pianga de Handel, interpretada por Cecilia Bartoli) se vería allí con su amado esposo, como por casualidad. Así jugaban a encontrarse y a perderse, dándose razones para sonreír con ternura, los últimos años de su vida juntos.

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