“!A mí no me importa si él es gay, lo que quiero es que me lo diga en mi cara!”. Así vociferaba Marcela en la mesa de la cocina: ese espacio que muta de confesionario a tribunal disciplinario con la velocidad con la que se cambia un backing.
“¿Sabes el ataque que le va a dar a tu papá cuando sepa que su hijo parece varón pero no es?” Increpaba mamá a mis hermanas que negaban con la cabeza al unísono, tratando de sacudirse lo que era inevitable.
Me miraba al espejo, mis ojos hacían aguas: “Pero yo nunca le he dicho nada a nadie, nunca hice nada: ¿Qué pasa?”. Me preguntaba apretando la mandíbula, sentado en el piso, arrinconándome. Tenía la sensación de que la mejor manera de evitar sufrimientos a los demás era desaparecer. Mi sola presencia ya comunicaba la diferencia, venía “malo de fábrica”, era vulnerable y esa vulnerabilidad se extendía como una epidemia sobre toda mi familia.
¿Es que acaso alguna vez yo pedí a mis hermanas que me dijeran “en la cara” que gustaban de los hombres? ¿Es que acaso Marcela me dio la cara alguna vez para decirle algo? ¿Por qué tenía que dar explicaciones acerca de mi sexualidad que ni siquiera ejercía?
Ellas sabían desde hace mucho que yo era gay, yo escuchaba cómo amasaban sus dudas y las convertían en certezas cuando hablaban en la cocina. Por eso te digo, si ellas no vienen es porque no quieren, no porque les falte dominio del tema.

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