Ese verano, bailaban las hojas de los árboles, dando la ilusión de ser láminas de oro movidas por el viento.
El espectáculo se prolongaba tanto como se alargaba el día, aprovechando hasta último minuto la luz tibia y naranja, esa que le pisaba los talones a la noche fresca, estrellada.
Uno quería seguir jugando mientras estuviera el sol allá arriba. Pero había un momento en que el cuerpo avisaba que ya era suficiente y, así, me detuve en la orilla de la cancha a verlo jugar, acariciando -sin pensar en lo que hacía- a su perro que se levantaba con orejas atentas, cuando Mauricio se acercaba a la portería.
También la noche se había apoderado de la cancha, y la gente que pasaba por allí se detenía. Lo que fue -en principio- un encuentro fortuito, se tornó -con la mirada de los veraneantes que se detenían a ver- un juego denso y poderoso.
Mauricio -que a la luz del sol parecía un niño delgado- se hizo grande con la noche. Con sudor sacudía su pelo agitado “al descuido”, cantaba su segundo gol, convirtiéndose en un príncipe de pestañas gruesas y mirada terca.
Un hombre que pasaba con pantalones blancos y jersey al cuello, se había tomado en serio el papel del árbitro y tras tocar un silbato (¿de dónde lo habría sacado?) indicó con los dedos que faltaban sólo tres minutos. Mauricio recibió la pelota de un saque de esquina y, sin perder de vista su paso, cruzó la cancha e hizo un tercer gol. Salté y tomé al perro por las patas delanteras haciendo un pequeño baile, Mauricio se acercó y me dio un beso. (¡Mi primer beso!)
Mi corazón temblaba, perro ladraba y Mauricio subía y bajaba su pecho buscando aire. Al día siguiente, ese mismo de los tres goles, estaba con una ramita de árbol dibujando espirales, en el medio de la plaza. Es así también como se ven doradas las hojas en los atardeceres, una ilusión que sucede cuando es verano en el sur.

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