viernes, 14 de septiembre de 2012

El maestro de Rafaela


Un arcoíris se proyectaba en la pared de su casa cuando caía la tarde. Los rayos del sol hacían una danza que la hipnotizaba y la llevaban al descanso, a ese espacio donde la razón quedaba suspendida allá arriba, mientras se sumergía a lo más profundo de sí, penetrando las emociones, pasando por las zonas más oscuras, hasta llegar a una napa de agua clara que la aguardaba, donde todo era paz.

De todos los viajes que hizo Rafaela, de todas las conquistas, la de descubrirse a ella misma en ese tránsito fue la más valiosa faena. “Los que viven allá arriba, nada saben de este gozo”, se decía cuando iba de vuelta a la superficie de sus pensamientos para preparar la cena, colocarles el pijama a los niños, y anotar en un papel todo lo que tenía que hacer al día siguiente.

La meditación era su refugio, allí se detenía el tiempo. Y cuando salía de esas profundidades añoraba el silencio, desterraba la palabra y sólo deseaba un abrazo de su maestro, ese que habitaba en ella.

Así fue como Rafaela pudo atravesar y salir ilesa de la peor tormenta de su vida: ese tiempo en el que tenía que ser funcional y cumplir a diario una misma rutina.

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