Un arcoíris se proyectaba en la pared de su casa cuando caía la tarde. Los rayos del sol hacían una danza que la hipnotizaba y la llevaban al descanso, a ese espacio donde la razón quedaba suspendida allá arriba, mientras se sumergía a lo más profundo de sí, penetrando las emociones, pasando por las zonas más oscuras, hasta llegar a una napa de agua clara que la aguardaba, donde todo era paz.
De todos los viajes que hizo Rafaela, de todas las conquistas, la de descubrirse a ella misma en ese tránsito fue la más valiosa faena. “Los que viven allá arriba, nada saben de este gozo”, se decía cuando iba de vuelta a la superficie de sus pensamientos para preparar la cena, colocarles el pijama a los niños, y anotar en un papel todo lo que tenía que hacer al día siguiente.
La meditación era su refugio, allí se detenía el tiempo. Y cuando salía de esas profundidades añoraba el silencio, desterraba la palabra y sólo deseaba un abrazo de su maestro, ese que habitaba en ella.
Así fue como Rafaela pudo atravesar y salir ilesa de la peor tormenta de su vida: ese tiempo en el que tenía que ser funcional y cumplir a diario una misma rutina.
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