“Mamá
lavaba, planchaba y limpiaba en casa ajena”. Con esa frase Teresa comenzaba
un discurso que, al parecer, su hija se sabía al dedillo.
Y es que cuando Teresa pronunció estas
palabras, Guadalupe miró al cielo como pidiendo piedad frente a una especie de
tortura.
Nunca entendimos si a Guadalupe le
avergonzaba o era que le cansaba esa historia de su mamá. Lo cierto es que, en
esa oportunidad, decidimos escucharla, como si fuera una novedad lo que decía
Teresa.
Tenía seis años y acompañaba a mi mamá
a la casa de la doña Rafaela. La seguía llevando la escoba, el trapo y un
balde, iba tras sus pasos, mirándole las venas que sobresalían de sus pies
morenos. Venas presas por la apretura de unas alpargatas que en algún momento
-supongo yo- fueron negras.
Llegábamos al comedor y mi mamá
colocaba un mantel sobre la mesa de madera laqueada, e iba sacando del mueble
principal toda la cristalería. Copas para agua, vino tinto, blanco y champaña,
vasos para agua, coñac, tequila, y más, mucho más. “No vaya a tocar nada, mija,
-me decía mamá con voz lastimera- si rompe algo hasta sus nietos van a tener
que venir a trabajar para pagar su torpeza.”
Teresa miraba al horizonte -allá donde
el mar y el cielo se hacen uno- como si allí se concentraran las imágenes de su
memoria: Los vasos y las copas ordenadas por tamaño eran un espectáculo para
mi tan perfecto que no tenía comparación. Tanto así que, años más tarde, cuando
fui por primera vez a la Escuela Militar -a ver al papá de Guadalupe a un
desfile- le dije: “Muy lindo, igualito a la cristalería de doña Rafaela”.
muy original
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