jueves, 20 de septiembre de 2012

Igualito


Mamá lavaba, planchaba y limpiaba en casa ajena”. Con esa frase Teresa comenzaba un discurso que, al parecer, su hija se sabía al dedillo.

Y es que cuando Teresa pronunció estas palabras, Guadalupe miró al cielo como pidiendo piedad frente a una especie de tortura.

Nunca entendimos si a Guadalupe le avergonzaba o era que le cansaba esa historia de su mamá. Lo cierto es que, en esa oportunidad, decidimos escucharla, como si fuera una novedad lo que decía Teresa.

Tenía seis años y acompañaba a mi mamá a la casa de la doña Rafaela. La seguía llevando la escoba, el trapo y un balde, iba tras sus pasos, mirándole las venas que sobresalían de sus pies morenos. Venas presas por la apretura de unas alpargatas que en algún momento -supongo yo- fueron negras.

Llegábamos al comedor y mi mamá colocaba un mantel sobre la mesa de madera laqueada, e iba sacando del mueble principal toda la cristalería. Copas para agua, vino tinto, blanco y champaña, vasos para agua, coñac, tequila, y más, mucho más. “No vaya a tocar nada, mija, -me decía mamá con voz lastimera- si rompe algo hasta sus nietos van a tener que venir a trabajar para pagar su torpeza.”

Teresa miraba al horizonte -allá donde el mar y el cielo se hacen uno- como si allí se concentraran las imágenes de su memoria: Los vasos y las copas ordenadas por tamaño eran un espectáculo para mi tan perfecto que no tenía comparación. Tanto así que, años más tarde, cuando fui por primera vez a la Escuela Militar -a ver al papá de Guadalupe a un desfile- le dije: “Muy lindo, igualito a la cristalería de doña Rafaela”.

1 comentario: