En 1940, Pancho
salió de Bilbao y llegó a Villa Imperial, donde comenzó a trabajar en la mercería
de los libaneses.
Ordenaba por
tamaño y colores la mercancía, a cambio de tres comidas diarias y de poder dormir
en el almacén. Nunca habló de su familia ni compartió las calamidades que,
seguramente, sufrió durante la guerra. No hizo mención de su travesía desde España
a Chile, nunca. Ni siquiera cuando conoció a Alicia, una mujer de cabello corto
y sonrisa amplia: la única dentista en kilómetros a la redonda.
Que la gente
pudiera sonreír sin taparse la boca -por disimular un diente torcido o su
faltante- era la inspiración de Alicia. Así, luego de terminar sus estudios, comunicó
que no se volvería a ir de Villa Imperial hasta que no verlos sonreír a todos allí.
Cuando se encontraron, por primera vez, los libaneses habían ascendido a Pancho
al mostrador.
Alicia
visitaba la tienda –en plan de comprar cortinas para su consultorio- e intentaba
conversaciones que la llevaran a una sonrisa de Pancho, y poder evaluar así su
dentadura. Primero pidió una esquina de tela -para probar cómo se veía con la
madera de las ventanas-, luego buscó dos metros por uno cuarenta de ancho,
después fue por las tijeras. Días más tarde fue por la aguja y el hilo y,
finalmente, mucho después, por el dedal.
Para ese
entonces, Alicia tenía una somera idea de qué encerraba esa boca que deseaba
sin miedos ni culpas. Y aunque sabía perfectamente cómo hacerlo, le dijo a Pancho
que lo atendería en su consulta, a cambio de que colocara las cortinas. Él
accedió, como si fuera una orden.
- Abra la boca, Don Pancho.
Sus dientes
eran perfectos. Ni una caries ni un solo espacio: edificaciones blancas, firmes,
ordenadas.
- Qué lástima, Don Pancho, usted no me
necesita para nada.
Solo para
demostrarle lo contrario, Pancho se incorporó y la besó.
El otro
problema, Alicia jamás lo pudo resolver. Corto de palabras, el vasco nunca sacó
mucho de lo que llevaba entre pecho y espalda.
Buches de
agua y bicarbonato: ese es el secreto -decía Pancho- para morir con dientes
propios. “Eso y casarse con una dentista”, dijo un día mirándola a los ojos.
Alicia -ante la propuesta encubierta- levantó los hombros y sonrió haciendo un
gesto de “¿y qué más me queda?” No se resistió ni un instante. No podía demorar
decisiones, tenía mucho por hacer.
Pero durante
sus descansos, entre caricias y como quien reza una letanía, le decía: me
encanta tu silencio, no me gustan los hombres que gritan, me gustan como tú, vasco.
Don Pancho
sólo abría la boca para disculpar a su memoria que no quería salir a saludarla.
“Si hablo, Alicia, toda Villa Imperial lloraría, y tú no quieres que eso
ocurra”.
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