jueves, 31 de mayo de 2012

La venganza sabe a sopa


Sí, mi casa era muy modesta pero desde mi ventana se podía ver el mar. Si estaba enojada, contenta, preocupada o aburrida iba a la playa. Todas las emociones me llevaban al mar y todas se disolvían gracias al aire preñado del salitre que me sembraba una respiración conforme y altiva frente a esas olas del mar Pacífico. Esas olas tan grandes y heladas, Don Jacinto, como algunas circunstancias inevitables que a veces se vienen con la vida.

Allí aprendí a nadar. Estaba yo tan lejos de las clases de natación de su señorita Hendrix, Don Jacinto. Esa mujer musculosa que llegaba a la piscina con salvavidas, antiparras, gorrito, voz impostada y diminutivos. ¿Se acuerda? Sí, yo no podía ir a esas clases porque mis padres no tenían dinero para pagarlas, pero también porque no las necesitaba, ese era el punto.

Para qué querría yo esa piscina en la que nada pasaba: era como un plato de sopa tibio.

Decía esto y  miraba con asco la cuchara que dirigía, lentamente, hacia la boca del enfermo.
 

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