viernes, 20 de abril de 2012

Sin conexión


Pantalla táctil, argolla de matrimonio, brillante, casi nueva. Pelo “al descuido”, un poco largo, traje gris plomo, camisa blanco impecable, corbata azul marino con detalles en gris. Sus lentes oscuros reposan sobre la mesa de un bar. Uno de esos bares que crecen con naturalidad en una esquina del micro centro. En el corazón del corazón de Buenos Aires. Allí donde los principales nervios del poder se entrecruzan y hacen amistad tras las cámaras. 

Sus dedos gruesos, varoniles, tamborilean sobre la mesa, muy cerca de los lentes oscuros. Saca sus lentes ópticos de pasta azul y se fija en los indicadores de la Bolsa de Valores que corren -a toda velocidad- al pie de una de las siete pantallas que tiene este bar donde, permanentemente, suena un chillout orientalizado por el sello Putumayo.

Desenvuelve los cubiertos, separa el cuchillo del tenedor. Guarda sus lentes ópticos de pasta azul. Responde, claramente, a uno de sus pensamientos. Niega sacudiendo sus ideas y verifica su smart phone, se toma la barbilla con delicadeza y luego alza el índice, llamando a la mesonera, que viene con su ensalada de salmón sobre un mezclum de hojas verdes. 

La soledad del comensal del microcentro es la más macro de las soledades. Allí se hace del computador un fetiche, que trata de reemplazar al humano. El hombre succiona una de las patas de los lentes de sol, como si fuera el pezón de su madre. Lo hace justo cuando la señorita deja -junto a la ensalada- la noticia que él ya sospechaba: no hay conexión.

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