“Hay pan caseeeeero, ca-len-ti-to-
el pan caseeeeero”. Escucho que un
hombre grita en la plaza. ¿O más bien canta? Cuando pronuncia la “e”, parece que con ella sube una montaña que baja
en perfecto equilibrio saltando sobre la
o, dando -seguidamente- un, dos, tres y cuatro pasos cortos sobre “ca-len-ti-to”
para luego tomar impulso y volver a remontar desde “hay-pan”. La letanía me recuerda que vivo
donde se respeta “la hora de la leche” -que viene justo un poquito después de “hora
de la siesta”.
Pasa el panadero, tengo las
persianas abajo -huyo del sol que se pone insolente y no me deja ver la
pantalla- además, nunca tengo hambre a esa hora. Mientras los demás duermen, yo
escribo. No soy víctima potencial para caer en la tentación de esta voz
masculina que -estoy segura- sube el volumen cuando pasa frente a mi casa. Sabe
de mi indiferencia.
Por eso, cuando escucho que se acerca, yo le
contesto: “Hay pan caseeeeeeeeeeeeeeeeeeero, ca-len-ti-to el pan
caseeeeeeeeero”. Imagino que sonríe, que
me busca el grito, que de allí se impulsa y sigue de largo con su bicicleta,
gritando las delicias de su pan.
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