Entre El Tigre y Ciudad Bolívar hay una mujer que deambula, creándose costras de mugre en los pies.
Parece haber encontrado suficiente dinero para una arepa. La pide de pollo, se recuesta sobre el cristal del mostrador y con hambre de días, con hambre de horas mirando a la gente comer, comienza a engullirse la presa que ha logrado con la caridad, la dádiva o el hastío de los viajantes.
Se acerca y abre su boca. Sólo un diente entre su carne y aquello que se come. Se confunde la lengua, con la flacidez de sus mejillas. Pide, como suplicando, “Catira, dame real pa´ fresco, que me ahogo”.
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